Durante toda mi infancia oí radio y vi televisión junto a mis abuelos. Eso me convirtió, de manera involuntaria, en un conocedor de sus gustos musicales y de la Cuba en la que ellos fueron jóvenes. Gracias a esas largas sesiones entre Aurelio y Atlántida pude apreciar a un país que me hubiera perdido de no ser por ellos.
El programa Danzonísimo tenía un espacio donde los oyentes debían adivinar el nombre de una pieza musical. Ese reto me llenó la cabeza de nombres de danzones: “El cadete constitucional”, “Central Constancia”, “Fefita”, “El bombín de Barreto”, “La flauta mágica”, “Isora Club”, “Unión Cienfueguera”…
Nunca reuní el valor suficiente para reconocer, delante de mis amigos de infancia, que yo veía Álbum de Cuba,un programa de televisión donde una cantante lírica repasaba el cancionero clásico cubano. Ahora sé que fue un verdadero lujo escuchar, al mismo tiempo, a Esther Borja y a Eagles.
De toda la música que vi y oí en aquel tiempo, la de Rosita Fornés era probablemente la que menos me gustaba. Cuando aparecía en Juntos a las 9, aprovechaba para ir a la tinaja a buscar un vaso de agua o para meter una cuchara en el caldero de dulce de leche acabado de hacer, aún caliente.
Eso no quiere decir que niegue lo que representó en una época determinada (que ella se empecinó en estirar tanto como a su rostro). Es todo un símbolo que la última vedette de Cuba fuera a morir a Miami, el único lugar del territorio cubano donde aún se conserva la cultura a la que ella perteneció.
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