Recuerdo una tarde de lluvia en que Alexis Díaz de Villegas y yo nos refugiamos en la Biblioteca Nacional a oír música (un reproductor propio de casetes era impensable en aquella Cuba). Ambos, sentados codo con codo frente a los tocadiscos, entregamos sendas fichas de Rachmaninov.
—¡Chaikovski es el Alfredito Rodríguez de la música clásica! —protestó Alexis cuando la bibliotecaria confundió nuestro pedido.
Cada vez que volvía al Paradero de Camarones, intentaba por todos los medios mantenerme dentro de mi burbuja. Recuerdo someter a mis amigos a extensas audiciones de rock argentino. Hasta una tarde en que Gabi se hartó de mis imposiciones: “¡Camilito, ni una más de Fito Páez!”.
Todos los fines de semana mi pueblo se daba cita en un pequeño parque al que llamaban La Cervecera. Ese reducido espacio era amenizado por Iván Ortega, el hijo de Magnolia la maestra, quien cargaba desde su casa con cuatro bocinas. Allí complacía peticiones y mantenía a todos despiertos hasta después de las doce.
Lo que escuché en aquellas noches, como un eco, involuntariamente, me ha servido para tener una profusa cultura de la música popular de esos años. No olvido una madrugada (en San Miguel Regla, Hidalgo) en que sonó una canción de Juan Gabriel y descubrí que me la sabía de principio a fin.
En aquella época, Iván era el único animador cultural que tenía el pueblo. También lo fue conmigo y por eso pago aquí mi deuda con él, reconociéndolo. Gracias a su constancia, en un pueblo que parecía estar a punto de morir cada vez que caía la noche, ahora tengo una memoria emotiva de la que sentirme orgulloso.
Sólo Diana Sarlabous sabe que ciertos viernes, cuando la tarde está a punto de caer sobre la Loma de Thoreau, pongo a Juan Gabriel.
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