28 mayo 2022

Querido Lázaro


Oscar Yero era primo hermano de mi abuelo y se pintaba el pelo de rojo. A él le dediqué “La oveja rosada”, uno de los poemas de “Los trenes no vuelven” (1993), el primer libro que publiqué. Vivía en un cuartico en Cienfuegos. Solo venía al Paradero de Camarones a tirarle las cartas a las mujeres de la familia. 
A lo largo de su vida adoptó a dos niños: Lazarito (que era contemporáneo con mi madre) y Hectico (que era contemporáneo conmigo). Con Hectico llegué a jugar (siempre bajo la vigilancia de mi abuelo, que se lavaba las manos con jabón de calabaza después de saludar a Oscar).
A Lazarito lo conocí por la televisión. De niño se la pasaba cantando boleros, tangos y rancheras. Orgulloso de su talento, Oscar le compró una guitarra. Así fue cómo acabó convirtiéndose en uno de los fundadores de la Nueva Trova y en autor de hermosísimas canciones.
—Lazarito fue a verme ayer —le contaba Oscar a mi abuela Atlántida con los ojos llorosos, mientras llenaba la mesa de cartas—, llevó la guitarra y me cantó “Carretón”.
Cuando llegué a Cienfuegos a cumplir el servicio social, Miguel Cañellas me presentó a Lázaro. Mi tío Oscar fue el santo y seña de nuestra amistad, que después se hizo mucho más familiar por las aficiones que compartíamos: la décima campesina, el béisbol y la luna cienfueguera.
Gracias a él conocí en persona a Antonio Muñoz y a Luis Gómez. El día que me llevó al terreno del 5 de Septiembre, donde hacía prácticas de bateo el equipo Las Villas, el Gigante del Escambray le propuso a Lázaro hacerse una foto que por poco se convierte en la portada de un disco.
—Tú con un bate y yo con una guitarra —repetía Muñoz mientras se subía una y otra vez las mangas del uniforme naranja, riéndose la gracia a sí mismo.
Muchas veces, en aquel Cienfuegos que hoy me parece mucho más esencial de lo que yo intuía en ese momento, terminaba recalando en casa de Lázaro. Así fue como descubrí los primeros discos de Sabina y me hice de “Serrat en directo”, que ahora recuerdo como mi banda sonora de aquellos días.
Siempre estaré agradecido de Lázaro García por muchas cosas. Pero si tuviera que elegir una, sería por el portal de su casa en Punta Gorda, con el sol cayendo en la bahía, dos vasos llenos de ron delante de nosotros y el olor a frituritas de malanga que salía de la cocina.
Mientras Teresita Chepe soltaba coños y carajos porque la manteca no paraba de saltar, Lázaro me pedía un pie forzado tras otro. Cada vez que le decía que me tenía que ir para no perder la última guagua de Cruces, él me recordaba que en el último cuarto había una columbina con mosquitero y todo.
Nunca me quedé. “Yo soy igualito —me decía desde el portal, rascándose la barriga—, los guajiros no sabemos dormir en otra cama que no sea en la nuestra”. Feliz sueño, querido Lázaro. Estoy convencido de que bajo la luna cienfueguera y "un techo de gaviotas", siempre dormirás en tu cama.

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