18 mayo 2022

El gancho de la campana


(Fragmento de la novela
Atlántida)

—¿Para qué sería ese gancho? —preguntó Basilia en voz alta, pero hablando con ella misma.

—Era de una campana —respondimos Aurelio y yo a coro.

Aunque eso le dio risa, no conseguimos que se interesara en el tema. Después de encogerse de hombros, dijo que esperaba a una amiga que venía en el tren de Cumanayagua. Mi abuelo caminó hasta quedar justo debajo del gancho de hierro que estaba entre la ventana de la oficina y la puerta del salón de espera.

—La campana se tocaba quince minutos antes de la llegada de un tren —dijo mirando hacia arriba—. Eso les daba tiempo a los viajeros que estaban en la piquera de las guaguas a llegar hasta aquí.

—¿Usted cree que el tren de Cumanayagua pase antes de las nueve? —aunque esta vez sí hablaba con nosotros miraba para el punto donde asoman los trenes que vienen de Cruces.

—La campana era de una vieja locomotora de vapor —siguió diciendo Aurelio—. ¡Sonaba lindísimo!

Basilia se dio por vencida y se fue a sentar en uno de los bancos del andén. Al tratar de sacar la caja de cigarrillos de la cartera, se le cayó un papel. Ella y yo tratamos de recogerlo al mismo tiempo y, por una milésima de segundo, sentí su respiración muy cerca de mi cara.

Eso hizo que yo perdiera impulso y que ella llegara al papel antes que yo. Para poder levantarse tuvo que esperar a que yo me incorporara, porque de lo contrario nuestras cabezas hubieran chocado. El olor del aliento de Basilia se convirtió en ese momento en el único que existía en el Paradero de Camarones.

No olía como el de los fumadores sino a las frutas que Lérida trae cuando va a reuniones en La Habana. Olía a manzana… a pera… a melocotón… o a todas juntas. Es algo que aquí no se encuentra en ninguna otra parte. Por eso sentí que el resto de los olores desaparecieron.

Incluyendo los que salen de las cocinas, de las flores, los travesaños y la pomarrosa del patio de Marino Pérez. Esa mata tenía tanto aroma, que cruzaba la línea y se sentía por toda la estación. Aunque ya estaba suficientemente lejos de Basilia, seguía con el olor de su aliento dentro de mi nariz. 

Para tratar de no perderlo, me acerqué a ella disimuladamente. Estaba leyendo el papel que se le había caído y no se dio cuenta. Después de contener el humo por un largo rato, lo fue soltando poco a poco. Luego, cuando ya no le quedaba nada, tomó aire para soplar el mechón de pelo que siempre le caía sobre la frente.

En ese momento su aliento debió sentirse tan fuerte como en el momento en que nuestras cabezas estuvieron a punto de chocar. Hubiera querido decirle que la campana estuvo ahí hasta un 10 de octubre, en que Yuyo Serralvo la pidió prestada para celebrar el levantamiento de La Demajagua.

Nunca la devolvió. Aurelio se la reclamó varias veces, pero Yuyo insistía en que la necesitaban en el cuartel. Según Atlántida, un día ella le dijo a mi abuelo que no insistiera más porque “Meneses era capaz de imaginarse lo que no era”. Eso no lo entendí muy bien, pero tampoco pregunté qué quería decir.

El 3709 llegó con 20 minutos de retraso. Como ese tren venía desde Mataguá, pasaba por San Juan de los Yeras, mi tía Titita a cada rato nos mandaba cosas con la tripulación. Esa vez era un queso de los que hacía en casa de Maseda. Con el calor del viaje se había puesto blandito.

Elpidio Ávalos, el conductor, me dijo que corriera con él para la cocina porque estaba chorreando suero. No le hice caso. Me quedé viendo a Basilia y a la amiga saludándose. Para anunciar que el tren iba a retroceder, la locomotora comenzó a tocar su campana.

Eso le hizo gracia a Basilia, quien hizo como si tirara de una cuerda que a su vez hizo sonar una campana invisible que colgaba del gancho. Al menos en mi cabeza, sonó mucho más alto que la de la locomotora. Cuando se dio cuenta de que yo la estaba mirando, me dijo adiós. 

Me quedé paralizado, no supe qué gesto hacerle y ella solo dio la espalda. La amiga le contaba algo que les daba mucha risa, tanta, que en un momento se detuvieron para recuperar el aliento. Aurelio, que estaba esperando a que el tren de Cumanayagua se internara en el ramal, me miró extrañado.

—¡Corre para la cocina! —me dijo.

—¡Ah! —le respondí. 

—¡Mira cómo se te han embarrado los zapatos con el suero del queso!

—¡Ah!

— ¡Dile a tu abuela que te los lave, porque van a coger un olor insoportable!

Eso último no me preocupó en lo absoluto. Aunque hacía ya casi una hora del momento en que se le cayó el papel y nuestras cabezas estuvieron a punto de chocar, el aliento de Basilia seguía siendo el único olor que había en el Paradero de Camarones. 

No fue hasta el final de la tarde que, poco a poco, el pueblo empezó a recuperar sus olores. Primero se sintieron las flores, luego los travesaños, los sofritos, las hierbas, las flores y, por último, el aroma la pomarrosa del patio de Marino Pérez. Su aroma volvió a cruzar la línea y empezó a sentirse por toda la estación.

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