10 mayo 2022

Pescado frito


Los recuerdos no huelen, pero un olor nos puede llenar la cabeza de recuerdos. Todos nuestros estímulos olfativos pasan por la amigadla y el hipocampo, dos estructuras del cerebro que están vinculadas directamente con la memoria y las emociones. Eso explica una extraña felicidad que sentí el fin de semana.
Estábamos en el restaurante de El Portillo Residences y, mientras el camarero se acercaba a la mesa con una fuente de pescado frito, una invisible y velocísima máquina del tiempo me llevó desde la península de Samaná, en el año 2022, hasta la costa sur de Las Villas a finales de los años 70.
Nada le gustaba más a mi padre que el mar. Varias veces al año hacía largas pesquerías. Al menos en una de ellas me veía obligado a acompañarlo. Cada verano, durante los primeros días de julio, nos embarcábamos en un escamero del puerto de Casilda y navegábamos hasta los Jardines de la Reina.
Blas, el capitán del barco, conocía aquella cayería como la palma de su mano. Con él aprendí a poner proa a un punto fijo y a distinguir desde muy lejos los cayos Blanco de Casilda, Macho Afuera, Bretón, Cinco Balas y Las Doce Leguas. Vuelvo a menudo a los mapas para reconstruir aquellas travesías.
En la noche, cuando tirábamos el ancla para dormir, el único sonido que escuchábamos eran los golpes de las olas contra el casco. El olor del mar lo hubiera sido todo de no ser por el del pescado frito, que era nuestra dieta mañana, tarde y noche. Recuerdo que me acercaba los limones en busca de un olor que me recordara mi lejana casa.
Le pregunté al chef de Portillo, que es un cocolo de Samaná, por la receta de sus deliciosos pargos fritos. “¿Y qué le voy a echar, don? —me preguntó con ese respeto que los dominicanos reservan para los que pasamos de los 50—. El chillo fresco solo lleva sal y limón”.
Entonces me acerqué una tajada del cítrico a la nariz y recordé aquellas tardes interminables en que, muertos de casados, comíamos pescado frito hasta caer rendidos. Blas, sus hijos y mi padre solo hablaban del mar y de los planes para el día siguiente. Yo me limitaba a escucharlos.
Algo que entonces me parecía aburrido ahora me resulta fascinante, pensé mientras hurgaba en la cabeza de uno de los pescados. Lástima que la máquina del tiempo no me sirva para decirle al Camilo que fui que prestara más atención. Me encantaría recordar mejor aquellas conversaciones, transcribirlas...
Todo empezó por una bandeja de pescado frito que se acercaba a la mesa en manos del camarero. Ese olor bastó.

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