Atlántida escogía el arroz oyendo danzones. Su minuciosa labor coincidía con un programa dedicado al “baile nacional cubano”, que ya en aquella época (años 70 del siglo pasado, estaba extinto). Muchas veces, de codos en la mesa y lo más cerca posible de ella, la ayudaba.
Fue así que, mientras sacaba machos (los granos que se habían quedado con la cáscara), basuras y piedrecitas, aprendí a distinguir “El cadete constitucional” de “El bombín de Barreto”. Mi abuela siempre escogía el arroz sobre un mantel blanco, blaquísimo, donde los gorgojos no tenían escape.
Cuando llegamos a República Dominicana y mi madre descubrió que no era necesario escoger el arroz, dio una de sus primeras palmadas de alegría en el exilio (ella tenía esa costumbre, cuando algo la hacía feliz, golpeaba al aire con sus dos manos). “¿Tú sabes lo que es no tener que escoger el arroz?”, dijo maravillada.
Entonces ninguno de los dos pensó que, gracias a aquellos paquetes empacados al vacío, perderíamos una vieja tradición familiar. Ana Rosario, su nieta, ya no tendría la oportunidad de perder ese precioso tiempo, mientras la ayudaba a apartar machos, basuras y piedrecitas.
“Mira bien —me decía Atlántida mientras hundía sus dedos en mi pila de arroz ya escogido—, que esa descascaradora a la que va tu abuelo está cada vez peor”. A veces acabábamos discutiendo, me molestaba que no confiara en mí y revisara todo lo que había hecho. “¡Ya ves!”, decía cuando por fin hallaba algo.
La orquesta de Antonio María Romeu no paraba de tocar hasta que Atlántida acababa de escoger el arroz. Entonces ella doblaba su mantel blanco, blanquísimo, y el silencio de la mañana volvía a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones.
1 comentario:
Maravilloso artículo!
Gracias por compartir estas y otras historias con nosotros.
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