31 mayo 2018

Manifiesto

Cuba es una nación que se descompone. Todo lo que la convirtió en una referencia universal, se ha extinguido o está a punto de desaparecer. Casi 60 años después de una revolución que prometía darle a los cubanos todo lo que se merecían, lo único que se ha conseguido es perder todo lo que se tenía.
La isla es una larga ruina, un deprimente museo de ciudades muertas que se mantienen en pie por un fenómeno inexplicable que acabaron llamando “estática milagrosa”. Tras la peor zafra desde el fin de la Guerra de independencia, la otrora azucarera del mundo tendrá que importar azúcar.
Las fuerzas productivas no producen, los medios de transporte no transportan. El séptimo país en el mundo en tener ferrocarril y el mejor comunicado de América Latina en 1959, ha vuelto a la tracción animal. En La Habana, una de las ciudades más deslumbrantes que tuvo el mundo, algunos duermen en la calle por miedo a que sus casas les caigan encima.
Por la inoperancia y la corrupción del régimen, acaba de producirse una de las dos peores tragedias aéreas del país. Tras el paso de una tormenta, el occidente permanece bajo agua y hay miles de desplazados. Mientras todo eso ocurre, el títere que representa al dictador ventrílocuo se ha ido de viaje.
En Caracas, Díaz-Canel y su emperifollada primera dama celebran la consumación del régimen de Nicolás Maduro. Repito las palabras que me dijo Diana Sarlabous al levantarnos: “La dictadura de mí país no le da un respiro a mi indignación”. 
A mis compatriotas que viven dentro de Cuba no les puedo exigir nada, conozco bien ese miedo. Lo tuve por años, incluso después de haberme ido. A los que viven fuera y prefieren guardar silencio (para poder seguir volviendo o salvar alguna propiedad), se los dejo a su conciencia.
Pero al cubano que diga o escriba una palabra a favor de ese oprobio, tendremos que dejar de ser amigos. Los amigos son para admirarlos, para sentir orgullo de ellos, para mirarse en su espejo y querer imitarlos; no para estarles perdonando inconsecuencias y penosas conveniencias.
Todo aquel que esté en desacuerdo con lo que digo, también tiene la libertad de dejar de ser mi amigo. “Jamás hallé compañera más sociable que la soledad”, dijo una vez Henry David Thoreau. Yo ni siquiera estoy solo, duermo con la mujer que amo y tengo tres perros que me siguen a todas partes.
En 1892, cuando José Martí llegó por primera vez a la casa de Máximo Gómez en Montecristi, el Generalísimo “cubrió la mesa” con plátanos, lomo, café y “un fondo de ron bueno”. A los amigos que me queden después de este manifiesto, nunca les faltará eso en la Loma de Thoreau. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

muy buenas todas estas entradas, por favor reunelas en un libro.saludos.

Unknown dijo...
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