Gaby, uno de nuestros hijos, y su novia Ana vinieron a pasarse el fin de semana con nosotros en la Loma. Los dos estudian en la Escuela de Diseño de Altos de Chavón, allí se conocieron. Cuando estamos con ellos tratamos de compartirlo todo: la música, las películas, las caminatas por el bosque, las comidas…
Ayer, cuando empezamos a preparar el almuerzo, miraron extrañados el jarro donde guardo la manteca de cerdo. “¿Qué es eso?”, preguntó Gaby. “¡Parece leche condesada!”, exclamó Ana. Les expliqué que la sacábamos del bacon y que para nosotros era algo muy valioso. La reservábamos, sobre todo, para algunos sofritos y el congrí.
En mi mesa de noche tengo un libro donde Henry David Thoreau lamenta que se estuvieran perdiendo tantos saberes y culpa al progreso por ello. Eso ocurrió a mediados del siglo XIX, cuando aún no existían los automóviles, la radio, los aviones, la televisión... Internet era impensable hasta para Julio Verne.
Mi abuela Atlántida, como Inés, la bisabuela de Gaby, guardaba la manteca de cerdo en latas de aceite carbón. De niño, me encantaba pescar chicharrones con una espumadera para que me los calentaran. La lata de manteca era, junto a la sal y el comino, el punto de partida de toda reunión familiar.
Hoy en la mañana hicimos huevos revueltos con tomate, cebolla y manteca. Les encantó, se lo comieron todo. Diana y yo estamos felices por eso. De alguna manera, llevamos a Gaby y a Ana hasta las cocinas de Atlántida e Inés. Al menos hoy, sábado 2 de junio de 2018, en la Loma que lleva su nombre, Thoreau no tiene nada que lamentar.
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