Chena atravesaba el Paradero de Camarones todas las mañanas, empujando una carretilla llena de rollos de películas. Cuando llegaba a la estación, yo le llevaba un vaso de agua bien fría y me sentaba junto a él, en uno de los bancos del andén, a oír la sinopsis de viejos filmes que ya no volverían a proyectarse en el cine Justo.
Cuando triunfó la revolución, el mejor amigo de mi abuelo era dueño de una bodega y un cine. Le intervinieron los dos negocios, pero logró que lo dejaran de administrador del segundo. Esa decisión salvo a los 850 habitantes de mi pueblo, porque sin Chena las películas, por más acción que tuvieran, se tornaban demasiado aburridas.
Todo empezó en 1953, cuando compró la vieja pantalla del Teatro Terry, en Cienfuegos, y dos proyectores de uso en Santa Clara. Un pintor de brocha gorda fue el que pintó el letrero con el nombre de Justo, el padre de Chena, que en ese entonces era un maquinista jubilado de los Ferrocarriles Unidos de La Habana.
El día que el cine abrió sus puertas por primera vez, el 23 de febrero de 1952, Chena pasó una película del oeste. Pero casi nadie entendió nada, la inmensa mayoría de los que habían ido eran analfabetos. A la noche siguiente, Chena ya había encontrado una solución. Desde esa tanda y hasta poco antes de su muerte, en 1998, se sentó en la última fila a leer en voz alta todo lo que decían los personajes.
Cuando las películas eran cómicas, nadie se reía hasta que Chena soltaba su estruendosa carcajada. Cuando uno de los buenos moría, las mujeres no empezaban a llorar hasta que él lo lamentaba. A veces, cuando los personajes se exponían a grandes peligros, no faltaban los que se desesperaban: “Chena, ¿y a este lo matan?” Por suerte su respuesta siempre fue la misma: “Si se los cuento no tiene gracia”.
Para las películas prohibidas para menores, Chena también encontró una solución. Hacía que Efraín, el proyeccionista, pasara viejos cartones. Cuando se acababan los muñequitos, él mismo nos sacaba a todos a punta de linterna y nos llevaba para el portal de su casa, donde su esposa, Mercedes Cabrera, nos entretenía hasta que los mayores salieran. Siempre que llegaba el tren de las once.
Yo acompañaba a Chena hasta el expreso. Él dejaba que me subiera en el vagón y me fijara en los nombres que decían las latas. “¡Tiburón sangriento, Chena, llegó Tiburón sangriento!”, le decía. Desde ese mismo momento él empezaba a vocear el próximo estreno. Mientras empujaba la carretilla de regreso al cine, le prometía a todos que la película de esa noche… “¡Estaba bárbara!”.
En el cine Justo vi a la primera mujer desnuda y besé a mi primera novia. Pero una de las cosas que más disfrutaba era formar parte del coro que gritaba “¡Efraín, lámpara!”, cuando la imagen se tornaba oscura, y “¡Efraín, cuadro!” cuando los personajes se salían de la pantalla. Cada vez que vuelvo a ver Tiburón, espero con ansias el momento en que Martin Brody, el jefe de policía, dice su frase más célebre: “Vas a necesitar un barco más grande”.
Siempre me pasa lo mismo, nunca oigo la voz de Roy Scheider, el actor que lo encarna, sino la de Chena, quien siempre le agregó una expresión más: “Hum, oye lo que te estoy diciendo”. No sé si en el cine Justo aún se pasan películas, no sé si su techo de tejas resistió los embates de los últimos ciclones. Pero puedo asegurarles que ya nada allí será igual.
La gracia de aquel caserón viejo y caluroso no eran las películas que pasaban, sino lo que contaba Chena desde la última butaca.
Cuando triunfó la revolución, el mejor amigo de mi abuelo era dueño de una bodega y un cine. Le intervinieron los dos negocios, pero logró que lo dejaran de administrador del segundo. Esa decisión salvo a los 850 habitantes de mi pueblo, porque sin Chena las películas, por más acción que tuvieran, se tornaban demasiado aburridas.
Todo empezó en 1953, cuando compró la vieja pantalla del Teatro Terry, en Cienfuegos, y dos proyectores de uso en Santa Clara. Un pintor de brocha gorda fue el que pintó el letrero con el nombre de Justo, el padre de Chena, que en ese entonces era un maquinista jubilado de los Ferrocarriles Unidos de La Habana.
El día que el cine abrió sus puertas por primera vez, el 23 de febrero de 1952, Chena pasó una película del oeste. Pero casi nadie entendió nada, la inmensa mayoría de los que habían ido eran analfabetos. A la noche siguiente, Chena ya había encontrado una solución. Desde esa tanda y hasta poco antes de su muerte, en 1998, se sentó en la última fila a leer en voz alta todo lo que decían los personajes.
Cuando las películas eran cómicas, nadie se reía hasta que Chena soltaba su estruendosa carcajada. Cuando uno de los buenos moría, las mujeres no empezaban a llorar hasta que él lo lamentaba. A veces, cuando los personajes se exponían a grandes peligros, no faltaban los que se desesperaban: “Chena, ¿y a este lo matan?” Por suerte su respuesta siempre fue la misma: “Si se los cuento no tiene gracia”.
Para las películas prohibidas para menores, Chena también encontró una solución. Hacía que Efraín, el proyeccionista, pasara viejos cartones. Cuando se acababan los muñequitos, él mismo nos sacaba a todos a punta de linterna y nos llevaba para el portal de su casa, donde su esposa, Mercedes Cabrera, nos entretenía hasta que los mayores salieran. Siempre que llegaba el tren de las once.
Yo acompañaba a Chena hasta el expreso. Él dejaba que me subiera en el vagón y me fijara en los nombres que decían las latas. “¡Tiburón sangriento, Chena, llegó Tiburón sangriento!”, le decía. Desde ese mismo momento él empezaba a vocear el próximo estreno. Mientras empujaba la carretilla de regreso al cine, le prometía a todos que la película de esa noche… “¡Estaba bárbara!”.
En el cine Justo vi a la primera mujer desnuda y besé a mi primera novia. Pero una de las cosas que más disfrutaba era formar parte del coro que gritaba “¡Efraín, lámpara!”, cuando la imagen se tornaba oscura, y “¡Efraín, cuadro!” cuando los personajes se salían de la pantalla. Cada vez que vuelvo a ver Tiburón, espero con ansias el momento en que Martin Brody, el jefe de policía, dice su frase más célebre: “Vas a necesitar un barco más grande”.
Siempre me pasa lo mismo, nunca oigo la voz de Roy Scheider, el actor que lo encarna, sino la de Chena, quien siempre le agregó una expresión más: “Hum, oye lo que te estoy diciendo”. No sé si en el cine Justo aún se pasan películas, no sé si su techo de tejas resistió los embates de los últimos ciclones. Pero puedo asegurarles que ya nada allí será igual.
La gracia de aquel caserón viejo y caluroso no eran las películas que pasaban, sino lo que contaba Chena desde la última butaca.
3 comentarios:
Me hubiese caído bien el Sr. Chena. Un bonito recuerdo éste del Cine Justo en un país donde lo único agradable que nos va quedando son sólo los recuerdos.
Camilo a raíz del post anterior te quería hacer una pregunta: ¿Estás a favor de la pena e muerte?.
Soy una cubana que vivo en Sevilla hace diez años y que se ha autoimpuesto el olvido. Sin embargo regreso a tu blog de vez en cuando y siempre encuentro cosas interesantes. Me gustas, Camilo, por lo que escribes y en la foto no te ves nada mal tío. Nada, un beo y ojalá que nos encontremos por ahí. Será divertido escuchar de tu propia voz esas historias.
Hola Camilito:
Así solía llamarte tu mamá (¿aún lo hace?)
Hoy en uno de esos días de nostalgia, quise encontrar algo que me recordase mi pueblo. (imposible -me dije-) Pero cual fue mi sorpresa al encontrar no sólo fotos de la vieja estación, sino tambien algunos escritos sobre el Paradero de Camarones y su gente. Me sentí emocionada y transportada a mi niñez, y a mis raíces. Gracias. Saludos a tu mama.
Jany (la nieta de Luzber y Aracelia) los ex-dueños de la gasolinera.
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