Atlántida sabe esperar el momento exacto. Estuve mucho tiempo tratando de saber cómo lo logra. Me pregunté infinidad de veces cuál es su truco. Pero siempre le prestaba atención a sus ojos, para ver si advertía en qué momento miraba hacia allá. Hasta que por fin lo descubrí todo.
Mientras espera, ella cuela un segundo café. Pone el mantel, los platos, las tazas y los cubiertos en la mesa. Tuesta el pan. Saca la mantequilla del refrigerador para que se ablande lo justo. Si alguna mosca se cruza en su camino, coge un trapo y la persigue hasta que logra derribarla. En esas cacerías ha roto ya dos tazas y un vaso.
Mientras todo eso ocurre, algo se oye crepitar en el fondo del caldero. Luego, poco a poco, empieza a expandirse el olor. Al principio es algo sutil, pero pronto, mientras las explosiones de las burbujas se aceleran, se expande por toda la casa. Esa es la señal para que ella saque el cucharón del gabinete.
El olor llega al andén cuando las pequeñas burbujas que han estado subiendo empiezan a quedarse atrapadas. Entonces la superficie cambia de color, pasa de un blanco impoluto a un amarillo tenue. Una capa cada vez más gruesa impide que ni una sola burbuja logre escapar.
El sonido en el interior del caldero empieza a acelerarse y la capa, ya de un amarillo más intenso, comienza su ascensión. De aquí en adelante, Atlántida hace todo sin mirar. Sabe el lugar exacto de cada cosa. Toma el cucharón y se acerca al caldero. Busca algo en la ventana de la cocina, sospecho que es la silueta del Escambray.
Levanta el cucharón y lo dirige hacia el interior que bulle. Justo en el momento en que parece empezar a derramarse, comienza la danza del cucharón. Lo hunde hasta el fondo y luego va lanzando la leche desde una distancia cada vez más alta. Así logra que vuelva a bajar.
Mientras sostiene el cucharón con una mano, tantea en la meseta con la otra hasta dar con la sal. Le echa una pizca, revuelve, y se deja caer unas gotas en la palma de la mano. Prueba, echa otra pizca y revuelve todo otra vez. Sigue sin quitar la vista de la ventana. Al fondo, la silueta del Escambray se va alumbrando poco a poco.
Las burbujas que se habían empezado a subir han vuelto a quedar atrapadas en una nueva capa que es aún más gruesa que la anterior. Esta vez todo ocurre de manera más acelerada. Aun con el fuego apagado, el olor de la leche acabada de hervir lo sigue inundando todo.
Estuve tratando de llenarme de paciencia para aprender a esperar el momento exacto. Algunas cosas intenté hacerlas como Atlántida, sin mirar. Eso me hizo chocar contra una puerta y cortar una mata de ají cachucha en lugar de una mala hierba. Pero he tenido más suerte bateando, porque me hago la idea de que la pelota es la silueta del Escambray. Clavo mi vista en ella.
Hace unos días vi que Basilia se acercaba. Venía por la línea del triángulo de Cumanayagua. Me pareció muy raro, porque en esa dirección solo quedan la represa de Ciprián y el cañaveral. Corrí hacia la puerta de la calle, empecé a mirar por la ventana de la sala y fijé la vista en unos nubarrones.
Traté de escuchar sus pasos y de encontrar su olor. Por fin lo logré. Sí, se estaba acercando. Fui tanteando en la puerta hasta encontrar la cerradura. Con la otra mano, aseguré el pestillo. Sí, era claramente su olor, pero todavía no estaba lo suficientemente cerca. Contuve la respiración.
Abrí la cerradura y el pestillo al mismo tiempo y, al salir, tropecé con ella. “¡Niño, cuidado!”, me dijo asustada. Me había quedado sin aire y tuve que doblarme para recuperar el aliento. Entonces descubrí que sus pantalones estaban llenos de paja y de guizazos.
Andaba despeinada y entre el pelo también tenía paja. Ella se dio la vuelta para seguir en dirección a su casa. Pero tuve tiempo de mirarla bien. Ahora camina diferente y, aunque su olor es el mismo, ya no es tan rico. Huele más a cigarro que a perfume. Es como si Basilia estuviera dejando de ser Basilia.
Un hombre que no conozco llegó caminando en la misma dirección que ella. Desde la punta del andén, se quedó mirándola hasta que se alejó por la línea. Sonreía, no dejaba de sonreír. Al final se sacudió los fondillos de su pantalón, que al parecer también estaban llenos de paja, se quitó algunos guizazos, dio media vuelta y también se alejó.
A partir de ese día dejé de perseguir el momento exacto. Nunca más choqué contra una puerta, pero en el próximo juego de pelota me ponché tres veces y una bola estuvo a punto de caerme en la cabeza porque no la medí bien. Solo Atlántida logra hacerlo a la perfección.
1 comentario:
Qué belleza...Atlántica lleva el reloj en la piel, percibe el momento exacto en el aire. No necesita ver.
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