09 noviembre 2021

Los cuentos de la oscuridad


(Fragmento de la novela Atlántida)

Cuando el bombillo de 100 watts de la cocina se apagó, Atlántida pensó que se había fundido y salió para el cuarto de expreso a buscar uno de repuesto. Pero al pasar junto al interruptor del comedor, quiso cerciorarse de que estaba en lo cierto. “Ah, caramba —dijo en voz alta—, qué raro que la luz se fue un martes”.

Ese día estaba tan ajetreada, que no volvió a reparar en que seguíamos sin electricidad. Ya en la tarde, después de ponernos la ropa de por las tardes, Aurelio y yo buscamos los libros que estábamos leyendo y sacamos dos sillones para el andén. Él llevaba Las mil y una noches y yo los cuentos de O. Henry.

Como se había leído a O. Henry antes que yo, constantemente me preguntaba qué cuento estaba leyendo. No sé cómo se las arreglaba para abandonar a Simbad el Marino, Aladino o Alí Babá y preocuparse por Johnsy, la muchacha cuya vida pendía de la última hoja de un árbol, en un pequeño barrio al oeste de Washington Square.

—¿Ustedes se han dado cuenta de que no hay luz desde esta mañana? —nos interrumpió Atlántida—. ¿Será aquí nada más o en todo el pueblo?

La respuesta la teníamos delante de nosotros. Aunque todavía era de día claro, el bombillo del patio de Mercedita estaba encendido. Más allá, entre las matas del patio de Barbarita, también se veía una luz. Aurelio caminó por el andén hasta comprobar que el portal de Felo López también estaba encendido.

Le alumbré con una linterna para que él comprobara si los fusibles estaban bien. “Hay que esperar a mañana”, dijo dándose por vencido, mientras buscaba su viejo farol de los Ferrocarriles Unidos. Atlántida, por su lado, encendió el único quinqué que sobrevivió a todas las mudanzas de la familia.

Esa noche, después de comer, nos sentamos a oscuras en los sillones de la sala. Los tres hicimos un largo silencio hasta que Atlántida se preguntó por qué el quinqué ya no alumbra tanto como antes. Aurelio le respondió que alumbra igual, solo que ella ya se ha acostumbrado a la luz eléctrica

—No —insistió Atlántida—. Recuerda que todo en San Fernando se veía clarito y mira ahora la oscuridad que hay en esta casa.

Se pasaron toda la noche recordando los años que vivieron en aquella estación, que está a 10.8 kilómetros del Paradero del Camarones por el ramal Cumanayagua. Así fue que supe que tío Aldo dormía en el cuarto de expreso, que tenía una enorme colección de cómics y que se peinaba con Glostora.

A la mañana siguiente Aurelio se comunicó con los electricistas de los Ferrocarriles, quienes no demoraron en llegar en su motor de vía. Uno de ellos se subió al poste que está en el crucero y bajó con una mala noticia. No podía hacer nada, porque la avería estaba del lado que le pertenecía a la empresa eléctrica.

—¿Y no puedes hacer nada? —preguntó Aurelio.

—Lo siento, Yero, ellos no le permiten al Ferrocarril tocar sus cables.

Aunque Lérida, desde Cienfuegos, lo reportó esa misma mañana, no le pudieron decir cuándo vendrían. Según ellos, solo tenían un camión para atender todo el regional. Esa noche Atlántida y Aurelio recordaron la mudanza para San Andrés, una estación que está a 10.4 kilómetros de Placetas.

Había sido una fortaleza del ejército español durante la colonia, por lo que la casa de familia estaba independiente. En las noches, para entretenerse, jugaban a contar los vagones de los trenes de la Norte Cuba que pasaban por el cruzamiento de Casallas. Aurelio y Aldo siempre ganaban.

—Era una estación muy solitaria—me dijo mi abuelo—. Tu abuela y tu mamá no se atrevían a quedarse solas allí.

Cuatro días después por fin vino el camión de la empresa eléctrica. Cambiaron un cable, pero no pudieron restablecer el servicio. Porque los electricistas de los ferrocarriles debían conectarlo del otro lado. “Cuando ellos hagan eso, nos llaman y nosotros venimos a terminar el trabajo”, dijo el que se subió al poste. 

Todas las noches, a la luz del quinqué, Aurelio y Atlántida me siguieron haciendo cuentos de las estaciones donde vivieron, de cómo se mudaban en vagones, cargando con los muebles y los animales (vacas, cerdos y gallinas). San Fernando y San Juan de los Yeras fueron las preferidas de Atlántida.

—Pero el sueño de tu abuelo siempre fue volver a su Paradero de Camarones —dijo mi abuela con resignación, mientras abría los brazos hacia la oscuridad.

—¿Qué culpa tiene el pueblo de esto? —protestó Aurelio—. Es una avería, pudo ocurrir en cualquiera de las otras estaciones.

Una semana después regresó el camión de la empresa eléctrica. Atlántida empezó a aplaudir cuando vio encendido otra vez el bombillo de 100 watts de la cocina. En la tarde, Aurelio volvió a interrumpir su lectura de Las mil y una noches para hacerme preguntas sobre el cuento de O. Henry que yo leía. 

Estábamos felices de poder volver a ver la televisión. En un pequeño receso entre dos programas, le pregunté a Aurelio cuántos trenes de viajeros pasaban por San Andrés. Se puso de pie y apagó el televisor. Atlántida también se puso de pie y apagó la luz de la sala. Seguimos haciendo cuentos de la oscuridad por una o dos semanas más.

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