Cada 2 de noviembre, mi abuela Atlántida amanecía con sus horribles zapatos ortopédicos puestos. En cuanto desayunábamos, salíamos para la parada de San Fernando. Allí tomábamos una de las tres máquinas del Anchar (la de Pepe el Sordo, la de Felo el Mulo o la de Granados).
Ya en San Fernando, debíamos caminar desde la iglesia hasta el final del Prado, que era también el final del pueblo. Allí, después de cruzar el Cementerio, había una enorme plantación de flores. A lo mejor no era tan grande como la recuerdo, pero nunca vi en Cuba un campo tan grande de girasoles.
Los trenes de caña del central Hormiguero pasaban por el fondo. De no ser por su carga, uno pensaría que estaba dentro de una película búlgara o rumana. Solo en aquellos filmes había visto pasar locomotoras de vapor por campos de girasoles. Solo el empalagoso olor a caña quemada me hacía poner los pies en la tierra.
Ninguno de los fieles difuntos de Atlántida estaba en aquel cementerio. Volvíamos al Paradero de Camarones con dos inmensos ramos de flores que, como padezco de alergia, me hacían estornudar durante todo el trayecto. Ya en la casa, ella sacaba las fotos de sus padres y de la madre de mi abuelo Aurelio.
Hoy, cuando volvimos a casa a la hora de almuerzo, Diana me recordó que era 2 de noviembre. No hicimos sobremesa. Fuimos a la floristería de un supermercado y de ahí al cementerio. De niño me parecía absurdo que mi abuela hiciera un viaje de catorce kilómetros y caminara otros dos solo para buscar dos ramos de flores.
Tardé 40 años en entenderla. Eso pensé justo cuando limpiaba la tumba de mi madre para que Diana le pusiera las flores. Cuando volvíamos a casa, estornudé. De seguro eso le dio mucha gracia a Atlántida. Me gustaría pensar que ella estuvo pendiente de todo lo que hicimos, todo el tiempo.
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