Aurelio, Atlántida y mi prima Lucy, cuando tenía la edad en que le compraron el piano. |
(Fragmento de la novela Atlántida)
Lo vi caer en cámara lenta, como si fuera una hoja seca o una pluma y no un pesado armatroste. Armando Hernández, el jefe de estación de Cumanayagua, le pidió a mi abuelo que se quedara al teléfono. Aurelio lo había llamado para decirle que el mixto acababa de internarse en el ramal.
Aún se escuchaba el ronroneo de la locomotora y el chirriar de los coches mientras bandeaban sobre los oxidados raíles. Tenía que ser algo muy serio, porque Aurelio puso su cara de pocos amigos. Después de disculparse con Armando y de agradecerle su paciencia, le dijo que se lo despachara de regreso.
—Lo espero hoy mismo —insistió.
—¿Qué pasó, viejo? —preguntó mi abuela desde la puerta que da a la casa.
—El piano.
—¿Qué pasó con el piano?
—¡Hace seis meses! —dijo Aurelio muy molesto—. ¡Hace seis meses y aún no lo ha ido a buscar!
—¿Y qué vas a hacer?
—Armando Hernández no quiere cobrarme la estadía. Le dije que no puede hacer eso, porque si va un inspector a su estación se va a buscar un problema.
—¿Y qué vas a hacer?
—¡Hace seis meses!
—¡Qué barbaridad! —dijo Atlántida mientras se llevaba las manos a la cabeza.
Cuando entré a la casa, la encontré hablando en voz baja con la Virgen de la Caridad. Los tres ocupantes del bote la escuchaban atentamente. “¡Qué no haga una locura, virgencita, qué no haga una locura!”, le decía mientras arreglaba los girasoles que le trajo Hugo Lois de San Fernando.
Acompañé a mi abuelo el día que llevamos el piano a Cumanayagua en el mixto. Mi prima Lucy le había asegurado que esa misma semana Popi, su esposo, iría a buscarlo en un camión. Aurelio le recordó que los paquetes pagan estadía si se quedaban más de un mes en una estación y ella le prometió que lo recogerían.
El piano de Lucy se quedó en la casa cuando ella se casó y se fue a vivir a Manicaragua. Estuvo en la saleta hasta que llegaron los muebles de Nellina de La Habana. Como nadie más en la familia lo sabía tocar y ya no había espacio para él, mi abuela decidió enviárselo.
Fue la tarde más larga y tensa en la historia de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Nunca antes había visto a Aurelio y Atlántida pasarse tantas horas sin decirse ni media palabra. Yo tampoco hablé con ninguno de los dos. Busqué el libro que estaba leyendo, pero no lograba concentrarme.
Tenía que repetir los párrafos dos o tres veces para poder seguir al vapor Cáucaso en su descenso por el Volga. En él viajaban Miguel Strogoff y una joven livonia que él hizo pasar por su hermana. A pesar de que la novela me gustaba mucho, al llegar al embarcadero de Kazán abandoné la lectura.
Eran las 18:55. Ya el mixto debía haber pasado por Ojo de Agua y en diez minutos haría andén en San Fernando. Aunque estaba oscureciendo y la mesa ya estaba puesta, Aurelio aún no se había bañado para ponerse la ropa de por las tardes. Era la primera vez que ocurría algo así.
A las 19:30, bajó al patio, abrió la caseta de herramientas y sacó el hacha. Tres minutos después se empezaron a escuchar el ronroneo de la locomotora y el chirriar de los coches. Es probable que Atlántida hubiera podido impedirlo si rompía su silencio, pero prefirió seguir callada.
Ni siquiera salió de la cocina. Destapó la olla de presión y empezó a servir la sopa en la fuente. Si hubiera sido otra tarde cualquiera, ahora toda la casa olería a comino. Sin embargo, lo único que se percibía en el aire era el que salía de la piedra de amolar y el filo del hacha.
Mientras el mixto retrocedía, Aurelio se dirigió a la puerta de la calle. Salió en el momento exacto en que el tren se detuvo. Le dijo a León que tirara el piano para el andén. El encargado del Expreso se negó y le dijo que llamaría al resto de la tripulación para bajarlo.
Entonces Aurelio hizo un gesto de desesperación y aló el piano, que rodó por el piso de madera del vagón hasta caer por la borda. La tarde del Paradero de Camarones ya estaba tan oscura como el Volga por el que navegaba Miguel Strogoff. Solo que, en lugar de sargazos, todo estaba lleno de bichos de la luz.
Lo vi caer en cámara lenta, como si fuera una hoja seca o una pluma y no un pesado armatroste. Ninguno de los ocupantes del tren podía creer lo que Aurelio estaba haciendo. Pero, al igual que Atlántida, se mantuvieron callados. Ya hacía rato que el mixto se había ido y mi abuelo aún seguía dando hachazos.
Sacó las cuerdas como si fueran las tripas de un animal. Al lanzarlas para el patio, sonaron por última vez. Lucy sabría identificar la nota que se oyó. En unos días se convertirían en el escondite perfecto para la gallina gira, que se las arregló para hacer su nido entre ellas. Semanas después sacó doce pollitos.
Mientras mi abuelo destruía el piano, León me alcanzó la banqueta. Era hueca. El asiento funcionaba como la tapa de un cajón donde se guardaban partituras de la Biblioteca Clásica Musical de Schirmer. Aunque las rescaté y las guardé entre mis libros. Nunca más nadie las abrió.
Atlántida estuvo sollozando toda la comida. No volvimos a recuperar la normalidad hasta el día siguiente. Lo primero que hizo Lérida, el día que llegó de Cienfuegos, fue ir a ver el cadáver del piano. Estuvo un largo rato mirando los trozos de madera, el reguero de teclas, el esqueleto de hierro.
—¡Qué barbaridad! —dijo, mientras la gallina gira salía como una fiera de entre las cuerdas para tratar de proteger su nido.
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