Aurelio no cree en la suerte y por eso nunca jugó con ella. En el tiempo de antes, jamás compró un billete de lotería. Atlántida, en cambio, cree en todo y es muy supersticiosa. Siempre está atenta para no pasar por debajo de una escalera y, cuando camina por el andén, se asegura de no pisar las rayas.
Escondida de su esposo, mi abuela compraba billetes de lotería. Lo hacía en la víspera de los cumpleaños de sus cuatro hijos y se aseguraba de que esa fecha estuviera dentro del número. No siempre ganó, pero en la casa hay muchas cosas que se compraron gracias a esos pequeños aciertos.
—Si la lotería vuelve a Cuba —me dijo Aurelio un día—, prométeme que nunca vas a jugar.
—Prométeselo, prométeselo —me dijo Atlántida—, total...
Antes, le había prometido que no robaría, que no fumaría, que no me convertiría en un borracho, que jamás le pegaría a una mujer y que todo el dinero que llegara a ganar me lo gastaría siempre en la casa, con los míos. “Los hombres que se gastan el dinero por ahí, acaban mal”, me repite a cada rato.
En el tiempo de antes, cuando un jefe de estación se jubilaba, tenían que dejarle la vivienda del ferrocarril al que lo sustituía. La empresa le buscaba hasta tres opciones. Si las dos primeras no le convenían, se debía mudar a la tercera. Esa es la razón por la que Atlántida empezó a lavar con jabones Rina.
Ahora, el día que Aurelio se jubile, nos podremos quedar a vivir en la estación de Paradero de Camarones. Aunque Atlántida dice que tarde o temprano tendremos que buscar dónde meternos, porque la empresa ya no repara los techos como antes y todos estos caserones tan viejos acabarán derrumbándose.
—No hay que pensar en eso ahora —es lo que le responde mi abuelo, antes de recordarle que fueron más que dichosos, porque él nunca se imaginó que lograría quedarse con la estación de su pueblo, el lugar del mundo que más le gustaba y el único en el que quisiera vivir siempre.
Cada vez que él dice eso, ella acaba ablandándose. Cada vez que llegaban a un nuevo pueblo o lo nombraban en una estación de mayor categoría, él siempre le recordaba que su mayor aspiración era volver al Paradero de Camarones, respirar el aire del pueblo donde había nacido y donde estaban los suyos.
—¡Hay que tener fe, que todo llega! —dice Atlántida cada vez que espera un golpe de suerte o un milagro.
Así decía Consuelito Vidal en un anuncio que pasaban en la televisión y que, sin haberlo visto nunca, me sé de memoria. “Apriételo, apriételo sin piedad, que Rina es duro, que Rina es duro, que Rina es duro de verdad”, canta Atlántida mientras lavaba los cuellos de las camisas de corduroy.
Una mañana discutieron tanto sobre el tema, que Atlántida fue al chiforrover y sacó algo que tenía envuelto en papel cartucho. Aurelio puso la cara que él pone cuando no puede creer lo que está viendo. Le preguntó tres veces a mi abuela si estaba segura de lo que hacía y ella las tres veces le dijo que sí.
—Ahora sabremos si hubiéramos podido vivir en una casa propia —dijo mientras quitaba la envoltura.
Era un jabón Rina, el último. Dentro de esos jabones venían muchísimos premios. Desde billetes de lotería, hasta uno, cinco, cien, quinientos o cinco mil pesos. También se podían ganar medias, toallas, sábanas, máquinas de coser, televisores y refrigeradores.
Pero lo que Atlántida siempre deseó fue una casa y la estuvo pidiendo con fe para que se le diera hasta que se acabó el tiempo de antes. Apretó bien el jabón y asintió. Seguía duro, duro de verdad. Llenó la batea de agua y se puso a lavar. Llegó hasta el final de la pastilla sin encontrar ningún premio.
—¡Te lo dije! —exclamó Aurelio victorioso.
Fui a guardar la envoltura entre uno de mis libros, pero mi abuelo me dijo que eso no me iba a servir de nada. Atlántida había restregado tanto el jabón en la ropa, que tenía las manos rojas. Sobre la batea flotaba una enorme capa blanca, como si una nube le hubiera caído encima.
Yo todavía no me decido. Aún no sé si voy a creer o no. Me encanta, cada vez que estoy enfermo y la fiebre me sube a 40, que Atlántida saque su cajita de oraciones y susurre a mi oído, mientras me pasa su mano tibia por la frente. Pero creo que Aurelio tiene razón en muchas cosas. Es un asunto de probabilidades, solo eso.
Respecto a la fe, por ahora, de lo único que estoy absolutamente convencido es que hace tremenda espuma.
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