05 noviembre 2021

Las luces de La Habana


(Fragmento de la novela Atlántida)

Era como el cohete que pasó sobre el cielo de Ohio en Crónicas marcianas. Más que rodar, volábamos. Serafín, como me había prometido, reservó el primer asiento del Colmillo Blanco. Así le dicen al Hino que viaja todos los días de Manicaragua a La Habana. Tiene un reloj de manecillas y bocinas a lo largo de todo el pasillo. 

La carretera de Santa Clara parecía otra desde esa altura, bajo una temperatura tan fría y la orquesta de Barry White en lugar de ruidos. En vez de rodar, parecía que flotábamos por el espacio. La primera parada la hicimos en Manacas. Todos se bajaron a comer panqués calientes con leche. Serafín y yo la pedimos ahumada. 

Después de Matanzas empezaron a pasar cosas sorprendentes. Pequeñas montañas de azufre, el puente más alto de Cuba, pozos de petróleo y una carretera anchísima bordeaba al mar. “¡Despiértate —me dijo Serafín—, que vamos a entrar en el túnel!”. 

Cuando salimos del otro lado las luces de La Habana se estaban encendiendo. Todo era tan grande, que me parecía estar dentro de una película. “¡Mira! —me decía mi padre— ¡Mira!”. Y mientras más miraba más me lo pedía. Después de pasar el puente sobre el río Almendares, llegamos a la calle de los Venegas. 

Dormiríamos en casa de mi tía Monga, que vive sola desde que se murieron mis abuelos Lázaro y Eloísa. Justo al lado, vive mi tío Paulino con su esposa Yeya y mis primas Nora y Elena. Un poco más allá, vive tío Cipriano con su esposa Nori y mis primos Maricela y Mario. 

Calle abajo viven mi tía Sixta y mi primo Lazarito. La otra hermana, Yindo, vive en Camagüey. Su hijo Félix, como Lazarito y yo, es hijo único. Los Venegas viven en la calle 50, entre 27 y 29. Se llaman a través de los portales y todas sus voces suenan igual. Tía Monga dice que yo hablo como un Venegas.

Lazarito me llevó a caminar por las escaleras de la avenida 31. Andamos muchísimo y todo el tiempo me mantuvo abrazado, como si no quisiera que me le perdiera. Cría palomas mensajeras y se pasa todo el tiempo vigilando el cielo, para ver si identifica a una de las suyas entre todas las que vuelan.

Después fuimos a conocer al pastor alemán de mi primo Mario y la casa de las herramientas de Cipriano, que es marinero. Con ellos fuimos al acuario. “Así es el mar por dentro”, me dijo, con la seguridad del que ha viajado tanto por él. Mi tía Sixta me llevó a probar dulces que no existen en Las Villas.

Paulino es cinéfilo, una palabra que ni siquiera le había oído mencionar a Chena. Todo el tiempo recuerda nombres de actores. Menciona constantemente a Humphrey Bogart, Gary Cooper y Gregory Peck. Pero el nombre que más repite es el de Ava Gadner. “¡Ava Gadner, caballeros, Ava Gadner!”, decía. 

Monga me abraza constantemente y no deja de celebrar que tengo muchísimas cosas de los Venegas. En su cocina había una lata inmensa con un Pinocho por cada lado. Pregunté qué era y sacaron una enorme galleta dividida por puntos suspensivos. La fui dividiendo en partes iguales y me la comí muy despacio. 

A partir de ese momento, La Habana me supo a galleta de soda. Mi primo Lazarito tiene un juego que se llama Capitolio. Consiste en comprar calles y construir casas y hoteles en ellas para arruinar a los otros jugadores. Como me concentré en adquirir los ferrocarriles, acabé perdiendo. 

Me aprendí todos los nombres de memoria: Muralla, Cuba, Águila, Monte, Reina, Galeano, San Rafael, Neptuno, Belascoaín, Infanta, Carlos III, San Lázaro, Malecón, Prado, 10 de Octubre, Calzada de Luyanó, Vía Blanca, Avenida de los Presidentes, Paseo, Quinta Avenida, Miramar y Biltmore.

Me sentía tan familiariazado con aquellos nombres, que salí a darle la vuelta a la manzana. No recordaba que de este lado de La Habana las calles no tienen nombres sino números. Para colmo de males, la calle 48 no es recta. Después de una pronunciada curva, al llegar a la avenida 29, bifurca en tres cuchillas.

La ciudad real no era tan fácil de aprender como el tablero del Capitolio. Un señor se dio cuenta de que estaba perdido. Me hizo varias preguntas y, cuando le mencioné los nombres de Serafín, Paulino y Cipriano, sorió. “¡Te salvaste que yo también soy de General Carrillo!”, me dijo.

Los Venegas estaban como locos buscándome y el señor se sentó con ellos a beber ron. Injustamente, castigaron a Lazarito por haberme perdido de vista. A él no le importó. Como él no se podía mover del sillón que había sido de mi abuelo Lázaro, yo me senté a su lado a ver postalistas de peloteros. Tiene a Muñoz, pero le faltan Cheíto y Olivera.

Cuando el Colmillo Blanco salió del túnel, mi padre me pidió que mirara hacia atrás. Del otro lado del agua estaban las luces de La Habana, que se empezaban a apagar. Ya flotábamos por el espacio de regreso a casa. La Habana parecía un planeta del que nos alejábamos a una velocidad desconocida para mí.

Empecé a repetir los nombres de las calles del juego de Capitolio para que no se me olvidaran. Monte, Reina, Galeano, San Rafael, Neptuno, Belascoaín, Infanta, Carlos III, San Lázaro, Malecón… Todo iba bien hasta que recordé a la calle 48 y el punto donde se bifurca en tres cuchillas.

Si tragaba en seco, podía sentir todavía el sabor de las galletas de soda.

1 comentario:

William Cobas dijo...

Increíblemente yo vivía a solamente unas cuadras de allí y ciertamente el colmillo blanco era majestuoso,flotaba en la carretera!! Saludos para ti!!!