Después de un año en tierra, como consecuencia de la pandemia, levantamos el vuelo. La mañana estaba muy clara. República Dominicana se distinguía con lujo de detalles, como si la estuviera viendo en Google Map. Cuando entramos en la Cordillera Central, le dije a Diana que se acercara al cristal.
El pequeño pueblo de Constanza y su aeropuerto ya estaban en el centro de la ventanilla. Muy poco después apareció Jarabacoa. Siguiendo el hilo de la carretera de Manabao, dimos con la Loma de Thoreau. Los dos nos quedamos mirándola hasta que ya no podía distinguirse.
En el fondo, el Pico Duarte, la más alta elevación del Caribe, nos despedía como un faro. Geografía siempre fue mi asignatura preferida. Aunque devolvía los libros de texto intactos, como si no los hubiera usado, me las arreglaba para quedarme con los atlas. Nunca fui capaz de deshacerme de ellos.
Afortunadamente, a Diana no le gustan las ventanillas. Cuando las nubes me lo permiten, contrasto las cartografías con la realidad. Trato de mantenerme despierto mientras cruzamos el océano de día. Así he podido ver las Azores o el momento en que entramos o salimos del triángulo de las Bermudas.
Pero ver a la Loma de Thoreau desde el cielo va más allá de mi afición por la geografía. El día en que me marché de Cuba en un vuelo a Santo Domingo, clavé mis ojos en la bahía de Cienfuegos. Sabía que era un viaje sin regreso, que abandonaba para siempre el mapa de mi infancia.
Aunque ahora era distinto, porque sabía que volvería en menos de una semana. Aún así no pude evitar una rara angustia al dejar atrás el lugar al que pertenezco. Porque ese lomerío es ahora para mí el mar que rodea a mi mundo, el cual se circunscribe a unas pocas cosas.
La mujer que amo, los árboles que siembro, los frutos que cosecho, mis perros, la neblina, el viento que se oye en lo más alto de los pinos, el ruido de los aviones que me recuerda que estoy en tierra y la pantalla donde escribo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario