Al principio, Miguel Díaz-Canel era un misterio para mí. Más de una vez me pregunté (como muchos otros, supongo) por qué lo habían elegido precisamente a él. Poco a poco he ido entendiendo las razones por las que Fidel y Raúl Castro lo prefirieron por encima de todos los delfines que le precedieron.
Era el más pusilánime y el menos inteligente. El más obediente y el menos capaz de pensar por cabeza propia. El mejor recitador de consignas y el menos creativo de todos. Aunque esto último de seguro no lo tuvieron en cuenta, también es el más cheo de todos. En eso le ganó la emulación a Robertico Robaina.
Mi aversión por la dictadura de Cuba fue minando signos y recuerdos que formaban parte de mi memoria emotiva. Por años, aunque ya estaban vacíos de significado, volví a ellos. A estas alturas no puedo y eso ha ido apagado parte de la banda sonora de mi vida y ha desaparecido lugares, vivencias, querencias…
Todo ese desapego, que poco a poco se convirtió en desprecio, hoy alcanza su definición mejor (para decirlo como Lezama) con este pelele pavorosamente disfrazado (si el “pundonor” de algunos cubanos los privó de los sabores de Goya, me imagino que ahora vomiten ante una prenda de Puma).
Mientras Luis Manuel Otero Alcántara agoniza en los últimos metros cuadrados de libertad que le quedan a La Habana, Miguel Díaz-Canel imita a los papines desde la más rotunda falta de gracia. Esa desconexión con la realidad me recuerda la hora final de muchos dictadores.
La clave cubana dirá.
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