09 mayo 2021

Una maravilla en medio de la nada


(Fragmento de la novela Atlántida)

—Esta estación es una maravilla —dice Aurelio cada vez que Atlántida se queja de las goteras.

—Sí, es una maravilla donde llueve más adentro que afuera —le responde mi abuela desesperada, mientras reparte cubos, palanganas y calderos en los puntos donde cae el agua.

Aurelio y yo sabemos que, cuando Atlántida dice algo con sarcasmo, lo mejor es no contradecirla. Por eso me hace una señal para que nos sentemos en los sillones del comedor, subamos los pies y nos pongamos a leer hasta que escampe. Aunque abrimos los libros, ninguno de los dos pudo concentrarse en la lectura. 

Seguimos atentos a los recorridos que hace Atlántida por toda la casa para comprobar que ningún mueble se está mojando y que debajo de cada gotera hay un recipiente. Las goteras cuando llueve mucho, las canales se desbordan y el agua se filtra entre las planchas de de zinc del techo.

—No tiene columnas ni vigas —me dice Aurelio después de un largo rato en que solo se escuchó el agua cayendo en los envases de metal—. Las cargas de toda esta armazón son repartidas a través de muros de ladrillos de 30 centímetros de ancho. El techo es a cuatro aguas y está soportado por un entramado de cerchas de madera. Es como un puente al revés, ¿no te parece una maravilla?

—¡Jum! —oímos que dijo Atlántida desde la sala. Al parecer acababa de descubrir una nueva gotera en el primer cuarto.

—¿Te has dado cuenta que esta estación son dos naves rectangulares que forman una ele? —me preguntó Aurelio. Pero tal y como están las cosas no me atrevo a responderle—. La nave más pequeña es la estación, con el expreso, el salón de espera y la oficina. La nave más grande es la vivienda. Todo eso levantado del suelo por pilotes de hormigón que en el punto más bajo, que es el andén de la línea principal, tienen 40 centímetros de alto.

—¡Jum! —oímos desde el segundo cuarto, justo antes de que se alumbrara todo y, casi de inmediato, se escuchara un trueno ensordecedor.

—¡Cayó ahí mismo! —dijo mi abuelo en voz cada vez más baja, para que se perdiera en el ruido del aguacero antes de llegar a los oídos de Atlántida—. Los pisos también son de hormigón y fueron fundidos aquí mismo. Toda la madera es de pino tea. Mira la perfección de ese tabloncillo del techo, mira el tamaño de esas puertas, las ventanas, los postigos… Esta estación es una maravilla.

—¡Jum! —oímos desde la cocina—. Si esta gente sigue sin hacerle caso a tus cartas, yo misma voy a ir a La Habana a quejarme.

Aurelio ha escrito varias cartas al director de los Ferrocarriles de Cuba, explicándole la situación del techo de la estación y “la necesidad de que sea reparado lo antes posible todo el acanalado para que no se produzcan daños estructurales en la edificación”.

Otro relámpago lo alumbró todo. Aunque mi abuela sigue en la cocina y no puedo verla, estoy seguro de que se persignó. Desde allá me preguntó si tenía los pies en alto. Le dije que sí. Luego me preguntó si mi abuelo también los había subido. Le dije que sí. El hecho de que no se dirija a él quiere decir que sigue molesta.

—¡Jum!

—¿Sabes por qué el andén de esta estación no tiene techo? —esa pregunta me la ha hecho muchas veces y conozco su respuesta con lujo de detalles, pero no me atreví ni a mover la cabeza por si Atlántida se asoma de pronto—. ¿Has visto que en el andén están las marcas donde iban las columnas? Cuando iban a empezar a montar el techo, un ciclón afectó el puente del Guajiro y la brigada que estaba trabajando aquí tuvo que ir para allá a repararlo. Luego, cada vez que iban a ponerlo, pasaba algo. Pero al final a mí me gusta más la estación así, porque de lejos parece un castillo… Esta estación es una maravilla.

—¡Jum! —oímos junto a nosotros, sin atrevernos a levantar las cabezas— ¡Una maravilla en medio de la nada!



Ilustraciones y planos tomados de La arquitectura ferroviaria en
la provincia de Cienfuegos,
 de Rubén Rodolfo González.

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