26 mayo 2021

1940


(Fragmento de la novela Atlántida)

 

1940 fue un año bisiesto y, para colmo, de guerra en Europa. Pero, gracias al elevado precio del azúcar, el Paradero de Camarones disfrutaba de una relativa prosperidad. En cuestión de meses habían abierto dos nuevas tiendas y una carnicería. Todos los días se mataba una res y llegaba pescado fresco. 

En el Liceo, un cartel anunciaba que la Orquesta Gigante del Mago de las Teclas tocaría el sábado en la tarde. Aunque Atlántida nunca fue fiestera, por primera y única vez le pidió a Aurelio que comprara dos entradas. Cuando las tuvo en la mano, se puso a cortar un pedazo de tela para hacerse un vestido.

Tenía 26 años y ya había parido cuatro veces. El primero, que también se llamaba Aldo, murió a los pocos meses de nacido. Luego vinieron tía Cary, tía Titita y Mami. Tío Aldo nacería nueve meses después, en mayo del 41, a él se debían tantos sudores fríos y un repentino asco a los platanitos maduros fritos. 

Atlántida nunca había visto a una orquesta. Al único músico que conocía en persona era al pianista del teatro Luisa de Cienfuegos. Cuando todavía vivía en casa de los Donato, la llevaron ver una película muda. Durante mucho tiempo tuvo que imaginarse la voz de Rodolfo Valentino.

Hasta que un día que, en un programa de danzones de RHC Cadena Azul, oyó al cantante de la Orquesta Gigante. “Así debe ser la voz de Valentino”, pensó, mientras bailaba “Tres lindas cubanas” sin moverse del lugar, tratando que la espuma del jabón Oso rindiera para dos o tres piezas de ropa más. 

El vestido era blanco, como el de la inglesa de la que se enamora el jeque en la película de Valentino. Aurelio iba de traje y corbata a pesar del sofocante calor. Los músicos se bajaron de la guagua con los instrumentos a cuestas y se subieron de una vez al escenario.  Todos llevaban trajes de drill cien. 

—Mira, aquel bizco es Antonio María Romeu —le dijo Aurelio al oído—. Yo lo vi hace poco, bajándose de un tren en Caibarién.

—¿Y cuál de ellos es el cantante? —preguntó Atlántida ansiosa.

—Qué se yo —respondió Aurelio encogiéndose de hombros—, cualquiera de esos.

Primero la flauta y después el piano enloquecieron al Paradero de Camarones. Delante de sus ojos tenían a la Orquesta Gigante del Mago de las Teclas tocando “Tres lindas cubanas”.

Atlántida seguía sin encontrar entre los músicos a nadie parecido a Rodolfo Valentino. Trató de ponerse de pie para ver mejor, pero Aurelio la tomó por el brazo para se volviera a sentarse. Le dijo que si se paraba no iba a dejar que los de atrás vieran.

Entonces un negro alto como una torre empezó a cantar. No se movía, ni siquiera gesticulaba, pero su voz de oro era inconfundible. Aunque desde el principio estuvo parado delante de la orquesta, ella no lo había visto. Empezó a sudar frío y sitió un insoportable olor a platanitos maduros fritos.

—Ah, mira, ese es Barbarito Diez —le dijo Aurelio.

—Me quiero ir.

—Eh, ¿y por qué tú estás llorando?

—Creo que estoy embarazada otra vez.

Una semana después fue al médico. El guardafrenos del tren era Pablo Ortiz, el Caballero del Carril, un negro tan alto como Barbarito Diez que era famoso por su amabilidad con las pasajeras. Atlántida siempre se había hecho la distraída para no tener que darle la mano.

Pero esta vez, además, se dejó ayudar para subir al estribo del coche. Pablo Ortiz le preguntó por Yero, que es como todos los ferroviarios llaman a Aurelio. Atlántida dijo que estaba en Caibarién, de jefe de estación relevante y que volvía el martes de la próxima semana.

Pablo Ortiz, después de sorprenderse con tantos detalles, sopló su silbato y le dio salida al tren. Dos hombres hablaban de la guerra en el asiento de atrás. Primero mencionaron un lugar llamado Dunkerque, después se lamentaron de la rendición de Francia y al final se alegraron de que Gran Bretaña hubiera roto relaciones con Vichy.

Entonces Atlántida recordó que 1940 era un año bisiesto y sintió un insoportable olor a platanitos maduros dentro del vagón. Pero a pesar de los escalofríos y de las náuseas, en su cabeza no dejó de sonar la Orquesta Gigante del Mago de las Teclas. 

La flauta, el piano y la voz de oro se oían por encima del ruido del tren. 

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