Solo lo llamaban por su apellido, Guedes, cuando el maestro Gustavo Molina pasaba lista en el aula. El resto del tiempo su nombre completo era Carlos el de Pascualita. Aunque tenía más edad que el resto, era el más pequeño en la formación del matutino.
Aun así, su fuerza era descomunal. Eso, como su carácter noble pero resabioso, me imagino que lo heredó de su abuelo Federico, un viejo canario cuya tozudez era proverbial en el Paradero de Camarones. Gruñía, literalmente, y cerraba los ojos del mal genio.
Carlos no siempre podía jugar con nosotros. La mayor parte del tiempo debía ayudar a su padre, Paco Guedes, en la siembra, guataquea o cosecha del arroz y los frijoles que alimentaban a su numerosa familia. Por eso ya en cuarto grado tenía manos de viejo campesino.
Jugaba al futbol descalzo (su único par de zapatos era para ir a la escuela), pero parecía que llevaba botas de acero. Todos le huíamos a sus pies cuando avanzaba detrás del balón hacia el espacio que había entre una mata de ateje y una de bienvestido, que era nuestra portería.
Se casó con Juana, una de las hermanas del Chiqui, y se convirtió en el vivo retrato de su padre. Siguió sembrando, guataqueando y cosechando para los suyos hasta que un carro lo hizo volar por los aires y lo dejó inválido. Ya dije que era de hierro. Logró volver a caminar, como un niño, desde cero.
Cuando ya volvía a valerse por sí mismo, un infarto lo agarró desprevenido. Ya sus reflejos no eran los mismos, no pudo esquivarlo como esquivaba las tapas de botellas de refresco que nos tirábamos con aquellas letales escopetas de tiras de goma. Con él desaparece otra porción del lugar al que pertenezco.
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