01 junio 2021

Luzbel Cabrera


La última vez que volví al Paradero de Camarones, Luzbel Cabrera ya no estaba ahí. Todo seguía en su sitio: el garaje, el silbido del compresor, la puerta de la casa siempre entreabierta, el portal, el columpio… Pero sin él, esa constelación había perdido su forma celeste.

Luzbel era el dueño del garaje y, después que se lo expropiaron, se quedó trabajando en él. Desde su posición, en una de las cuatro esquinas del pueblo, dominaba todo. Aprobaba con una sonrisa o desaprobaba con cara de pocos amigos cada suceso que se producía a su alrededor.

Su vieja amistad con mis abuelos me convirtió en heredero de su cariño. No olvido su risa cuando me vio salir del cine con mi primera “novia”. “¡Camilito, pero como has crecido!”, me dijo para celebrar el acontecimiento. “Lo mismo que te dijo Chena —protestó mi “novia”—. Ellos se creen que soy una ladrona de cuna”.

La primera vez que nos tocó ir a la Tatagua (el Campamento de Pioneros de Las Villas) se me fue el autobús. Tenía 7 años y empecé a llorar de la frustración. Luzbel sacó su impecable Chevrolet y me dijo que subiera. Alcanzamos a la guagua en Potrerillo. Él mismo, feliz, me subió la maleta de madera.

Cuando por fin pude tener una bicicleta, empecé a explorar todos los callejones y guardarrayas que llegaban del Paradero de Camarones hasta Malezas, Mal Tiempo, Paso del Medio, Arriete… Eso me hacía volver una y otra vez a casa de Luzbel a coger ponches. Nunca me quiso cobrar.

—Yo no puedo cobrarle a un nieto de Aurelio y Atlántida —me decía.

Un día le dejé los dos pesos encima de su mesa de trabajo. Me estuvo vigilando una semana hasta que por fin me sorprendió en la parada de Cruces. “¡No vuelvas a hacer eso!”, me dijo, mientras hundía su mano en mi bolsillo. Un día, ya aquí en Santo Domingo, encontré a mi madre con los ojos llorosos.

—Se murió Luzbel —me dijo y ninguno de los dos dijo nada más. Un largo fue silencio fue nuestro tributo.

La última vez que volví al Paradero de Camarones, Aracelia, su esposa, salió por la puerta siempre entreabierta a saludarme. Los besos de Aracelia conllevaban un abrazo muy apretado y esa vez me dejó sin aire. En un momento ella se dio cuenta de que yo estaba mirando hacia la baranda del portal que da para el garaje.

—Él siempre se sentaba ahí —me dijo—. ¿Te acuerdas?

Tampoco dijimos nada más. Para romper el largo silencio, comenté que todo estaba igualito. “¡Qué va! —protestó Aracelia—. En esta casa llueve más adentro que afuera… Ya nada es igual, Camilito”. Tenía razón. Aunque todo parecía estar en su sitio, en realidad era una constelación que había perdido su forma celeste.

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