02 junio 2021

Mi profesora de Historia del Teatro

Bárbara Rivero con su hija, en los años en que fue mi profesora.

Ayer, leyendo un post de Norma Quintana, supe que Bárbara Rivero había muerto. Hace poco chateamos muchísimo, le comenté a Normita en Messenger. Luchó mucho tiempo contra el cáncer, me respondió. Luego busqué la fecha del chat y en realidad era de hace casi tres años. El tiempo virtual pasa mucho más rápido aún que el real.
Baby, como le llamábamos todos, incluso sus alumnos, hablaba en voz muy baja y apenas se movía dentro del aula. Le bastaban las palabras para mantenernos sumamente atentos durante 45 minutos. Fue ella quien me presentó a cuatro individuos que cambiaron mi vida para siempre: Eugene O’Neill, Tennessee Williams, Arthur Miller y Eduard Albee.
Luego, cuando ya llegamos al teatro cubano, hizo un gran alto en Virgilio Piñera. El hecho de que se detuviera por semanas en Electra Garrigó, Aire frío y El flaco y el gordo, no solo nos permitió conocer a profundidad la obra del más grande dramaturgo cubano, también puso luz sobre alguien que permanecía a oscuras y (de paso) nos inmunizó de por vida contra el relato de la cultura oficial.
No pude tener mejores profesores en la Escuela de Arte: María Elena Espinosa y Víctor Varela (dirección teatral), Raúl Eguren y Mayra Gutiérrez (actuación), Bárbara Domínguez (dramaturgia), Calixto Manzanares (diseño de escenografía), Diana Fernández (diseño de vestuario), Miriam Izada (expresión corporal), Ramiro Maceda (diseño de luces), Orlando Tackechel (estética)…
Ellos, junto a Baby, lograron provocar en mí una necesidad de aprender, cuestionar y crear que dura hasta hoy. El día que llegué a Cubanacán era un guajirito tímido perfectamente pelado por Castellanos, el barbero del Paradero de Camarones. Meses después volví a mi pueblo irreconocible. ¿No hay barberos en La Habana?, me preguntó Chena desconcertado.
Pero el cambio más grande no se había producido en mi apariencia sino en mi cabeza. Eso se lo debía, sobre todo, a todos aquellos grandes profesores que, mientras nos enseñaban, provocaban una transformación irreversible en cada uno de nosotros. El último día de clase, Baby me regaló un libro con obras de Tennessee Williams que no se habían publicado en Cuba.
“No me quisiera deshacer de él, pero te lo mereces”, me dijo. Por primera vez nos dimos un abrazo que luego repetimos cada vez que nos encontramos en La Habana de los noventa. En el último chat que tuvimos, recordamos historias de la Escuela. Cada dos o tres oraciones aparece una carcajada, no podíamos parar de reírnos.
Ya nos veremos, puso. Ya nos veremos, repetí. Espero que así sea.

No hay comentarios: