En noviembre del 2000 hubo un gran silencio a mi alrededor. Las canciones que me acompañaban a diario en La Habana, no lograban explicarme la ciudad donde fijaría mi residencia en el exilio. Fue entonces que cayeron en mis manos Alta suciedad (1997) y Honestidad brutal (1999).
Con el tiempo, esos dos discos de Andrés Calamaro se convirtieron en los ejes de la carreta en la que me movía por la distancia, el desarraigo y la melancolía. Cada palabra lograba ponerme en mi sitio. Era lógico. Yo, que soy de “la quinta que vio el Mundial ‘78”, también “quemé mi pasaporte con rabia”.
Luego, con El Salmón (2000), el disco con el que Calamaro se lanzó sin paracaídas en un mar de 103 canciones, pude conducir semanalmente entre Santo Domingo y Santiago de los Caballeros. Nunca fui solo, me acompañaban aquellos cinco CDs y mi propia soledad.
Desde entonces, cada etapa de mi vida tiene un disco de Calamaro de fondo: El cantante (2004), El regreso (2005), El palacio de las flores (2006), La lengua popular (2007), Dos son multitud (2008), On the Rock (2010), Bohemio (2013), Jamón del medio (2014), Romaphonic Sessions y Volumen 11 (2016).
En 2018 soy un Camilo muy diferente al Camilo que era en 2000. Creo que, si nos pusieran delante, ni seríamos capaces de reconocernos. Para explicar qué nos pasó, qué me pasó, creo que bastaría con poner todos esos discos de corrido y pedir que me vayan buscando dentro de ellos.
Desde el viernes en la madrugada, en que por fin estuvo disponible en iTunes, oigo sin parar el nuevo disco de Calamaro. Una vez más sus canciones me ayudan a volver a cambiar, a seguir renegando y disintiendo, a cargar la suerte frente a este medioevo de corrección política, dialectos igualitarios y estupidez animalista.
“Hay que poder, hay que saber. Hay que querer conseguir por qué vivir”, dice El Salmón en los últimos versos del disco. “Porque me fui puedo creer. Si no me voy no sé volver. Y conocer el mundo me va a servir, supongo, para entender lo que es volver, lo que es vivir”, sigo tarareando yo, loma arriba.
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