Lo que más nos gustó de la Loma de Thoreau el día que la conocimos, fue su vegetación. Aunque en algunas partes es un bosque tupido, una de sus esquinas estaba totalmente deforestada. Para colmo de males, los dos únicos pinos que habían sobrevivido se enfermaron y tuvimos que cortarlos.
Primero sembramos una hilera de caobas. Luego algunos ocujes y en la cerca, como en el resto de los linderos, carolinas y mar pacífico. Siempre que veníamos, Diana se iba a caminar sola por aquella tierra pelada. “Tenemos que seguir sembrando, tenemos que seguir sembrando”, repetía una y otra vez.
Un fin de semana, descubrió que habían nacido posturas de pinos por todas partes. Eufórica, prohibió el paso por el lugar y le pidió a Alito, nuestro jardinero, que no tocara nada allí. “Deja que crezca la hierba —le ordenó—. Lo importante es que sobreviva la mayor cantidad de esas posturas”.
Entre junio y septiembre hubo una larga sequía y muchas de aquellas pequeñas plantas murieron. Cada vez que subíamos quedaban menos. Aun así, cuando volvieron las lluvias, habían sobrevivido suficientes. Un 35%, según concluyó Diana después de hacer un exhaustivo inventario.
El conjunto forma un hermoso caos, el elegido por la naturaleza. No moveremos ni uno solo de esos pinos del lugar donde nació. Tampoco entresacaremos los que están demasiado cerca. Que sean ellos mismos quienes compitan por su espacio y su supervivencia.
Mientras tanto, Diana trata de entender su lenguaje y de aprender de su noción del tiempo, tan distinta a la nuestra. Es su bosque, son sus árboles, es su manera de darle las gracias a esta montaña por toda la felicidad que nos ha permitido sembrar en ella.
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