Padezco del Síndrome del Domingo. Es un trauma que traje de Cuba. Desde los 11 años hasta que me gradué en la Escuela de Arte, pasé la mayor parte de mi vida fuera de casa. Nos llamaban becados. Pero en verdad estábamos internos en un lugar donde, además, debíamos trabajar en el campo cuatro horas al día.
Todos los domingos, a las 5 de la tarde, un ómnibus escolar nos llevaba hasta lo más remoto de la provincia, lejos de nuestras familias. Cada vez que pasábamos por un pueblo, el sonido de Palmas y cañas (un programa que la televisión le dedicada a los campesinos) entraba por las ventanillas.
Aunque aquellas tonadas eran alegres, en mis oídos retumbaban como si fueran un réquiem, desesperantemente melancólicas. También nos llegaba el olor de las comidas y las voces de los que tenían el privilegio de quedarse en sus casas, de saber lo que era el amanecer de un lunes entre los suyos.
No sé por qué asocio el tener que dejar la Loma y volver a Santo Domingo con aquellos deprimentes viajes. Es por eso que estoy tan feliz. Hoy no nos vamos. Lástima que aquí no pueda sintonizar Palmas y cañas. Mañana sabré cómo se amanece un lunes aquí arriba.
1 comentario:
Eso le pasa a todo el que vivio becado. Para mi, la tarde del domingo siempre tiene una tristesa melosa que nunca he podido borrar.
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