Cuando el autobús pasa
frente a la cárcel de Ariza
los pasajeros miran para
otra parte.
Fijan su ojos en la
cortina de árboles
o en esa profunda llanura
que han sembrado de cañas,
hortalizas y obstáculos.
Aun sin encararla,
la luz de los reflectores
enceguece.
El hedor de las celdas
cuelga en las púas de los
alambres
y en las estrechísimas
ventanas que abrieron
en el hormigón armado.
En Ariza todos guardan
silencio:
los carceleros, los
asesinos, los contrabandistas,
los travestis, los héroes,
los villanos y los pasajeros
del autobús que deja un
rastro de polvo
mientras pasa de largo
hacia la fría noche de provincia.
Aun sin encararla,
saben que la luz de los
reflectores los persigue.
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