El único beso que conservo de mi abuela Atlántida. |
(Escrito para la columna Como si fuera sábado de la revista Estilos)
Cuando
logras deshacer al Día de las Madres de toda la trivialidad que lo acompaña,
cuando consigues ignorar las oportunistas ofertas de los centros comerciales,
cuando haces caso omiso de la ridícula publicidad que la mayoría de las marcas
producen de manera “especial” para la fecha.
Cuando
por fin logras que el Día de las Madres no sea el de la que cocina, lava,
limpia, plancha y tiene que hacer todo en casa; sino el de la más capaz, el de
la que siempre tiene tiempo para todo, el de la que puede resolver eso que a
los demás les resulta imposible… Entonces has dado con lo que debe ser la
esencia de esa celebración.
Hay
lugares o hechos que me dan ganas de tener 20 años menos. A veces me gustaría
volver a esa edad en que desconocía los dolores en la espalda o era capaz de
leer sin lentes y casi sin luz. Eso me hacía mucho más libre y menos dependiente
de los artefactos y los analgésicos.
Tengo
otra razón para desear ser joven: poder pertenecer a una generación que prefiere
compartir a tener y la ética a la estética. Es cierto que la generación Y no
puede vivir sin una pantalla, es verdad que son incapaces de llegar lejos sin
una señal de WiFi; pero han crecido sin muchos de nuestros prejuicios y no
toleran la discriminación.
Lástima
que no pueda renunciar a la infancia que me tocó ni a muchos momentos
inolvidables que viviría una y otra vez, aunque al final del juego siempre
volviera a tener 49 años. Pero la razón más poderosa por la que quiero seguir
teniendo la edad que tengo son mi abuela, Atlántida Mosteiro Góngora, y mi
madre, Lérida Yero Mosteiro.
El
haber sido nieto e hijo de dos mujeres extraordinarias, me impide cualquier
tipo de canje con otro Camilo que no sea el que he sido. Todavía hoy, cada vez
que me enfermo y no puedo salir de la cama, siento el olor y el calor de mi
abuela, oigo su dejo asturiano en mi oído.
Aunque
ya mi madre es muy mayor y recuerda muy pocas cosas de todo lo que fue, tenerla
cerca me ayuda a luchar contra las dudas o los miedos y a convencerme de lo que
hago. Soy más creíble ante mí mismo. Por eso, la única salida que tengo es
tratar de imitar las cosas buenas de los milennials aunque sea más viejo que
ellos y no tenga ya ni la mitad de sus fuerzas.
Simone
de Beauvoir, uno de los seres pensantes que más ha hecho para acabar con las
desigualdades de género, dijo una vez que “el problema de la mujer siempre ha
sido un problema de hombres”. Si Simone viviera hoy (y si fuera junto a Sartre,
mucho mejor), no pensaría de esa manera. Ya no hay nada más ridículo que el
machismo.
Los
hombres, las marcas y los centros comerciales que creen que el Día de las
Madres es el de la que cocina, lava, limpia, plancha y debe hacer todo en casa,
tienen cada vez menos espacio en el futuro. La era de hipertransparencia que
vivimos no solo sirve para provocar escándalos políticos o financieros, también
deja al desnudo a los que tienen prejuicios o discriminan.
Si
Simone estuviera entre nosotros, reconociera que en las sociedades actuales
cada vez hay menos espacio para los que ven diferencias entre un hombre y una
mujer en cuanto a capacidades, salarios o confiabilidad. Si la compañera de
Sartre compartiera el presente con nosotros, tendría que admitir que el
machismo ya es un síntoma de inferioridad.
Todas
las mañanas del mundo yo le preparo el desayuno a Diana Sarlabous. No recuerdo
cuándo y por qué empecé a hacerlo. Fue algo natural, como lo es todo entre
nosotros. Eso no me convierte en un héroe, sino en un tipo normal, alguien que
hace lo que debe hacer cuando comparte, además de una vida, eso tan hermoso y
duradero que es el presente, la cotidianidad.
Por eso y muchísimas razones más, estoy
convencido de que el Día de las Madres es el día de todos los días.
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