15 septiembre 2021

El rodeo


(Fragmento de la novela Atlántida) 

En el Paradero de Camarones no tenemos héroes reales. Para ver a nuestros ídolos, tenemos que ir al cine Justo. Solo allí podemos aplaudir al Zorro, el Corsario Negro o Sandokán. A los héroes de Manicaragua, el pueblo donde vive mi padre, uno de los puede encontrar en la calle.
Se llaman Pedro Yera y Orestes Castillo. Son los vaqueros más famosos del Escambray. A veces gana uno y a veces el otro, pero en ninguna otra parte hay nadie mejor que ellos. Donde quiera que van, vuelven invictos. En Cumanayagua los admiran como si fueran de allá.
Pedro Yera es altísimo y siempre anda con unas espuelas que van anunciando su paso: chin, chin, chin, chin, chin… Orestes Castillo se parece a Antonio Maceo, pero en lugar de un machete lleva un lazo atado a la cintura y anda por el pueblo enlazando cosas.
La gente los llama por sus nombres y apellidos y ellos siempre devuelven un saludo con un “¡Eeeyyyyy!”. Serafín es muy amigo de Pedro Yera. Ayer me llevó a su casa en La Campana. Además de vaquero es talabartero y Papi le encargó un cinto con mis iniciales.
—Eso sí es cuero de verdad —dijo Pedro Yera mientras pasaba el cinto por las trabillas de mi pantalón—, no la mierda que venden ahora en las tiendas.
Con un ágil movimiento de la boca, logró pasar su enorme tabaco de un lado al otro para poder acercárseme. Me preguntó si así estaba bien. Le dije que no, que estaba muy apretado. Lo aflojó un poco, pero para poder respirar bien me lo tuve que soltar un poco más.
—¿Van al rodeo? —le preguntó a Serafín.
—¿Vas a ganarle? —le preguntó Papi.
—Ya verás quién es el mejor vaquero del Escambray —me dijo poniéndose su enorme sombrero y subiendo de un salto a su caballo.
Una mitad de Manicaragua quiere que gane Pedro Yera. La otra mitad, Orestes Castillo. Cuando desfilaron, los aplaudían como en el Paradero de Camarones aplaudimos a al Zorro, el Corsario Negro o Sandokán. Varios amigos de mi padre me preguntaron quién me había hecho el cinto.
—¡Pedro Yera! —les respondía orgulloso, sujetando la hebilla con las dos manos.
Orestes Castillo logró enlazar al primer ternero en un tiempo récord. Rodillas en tierra le amarró las patas y, eufórico, le mordió el rabo. La mitad del pueblo empezó a gritaba y a aplaudía sin parar.
Poco después un toro logró alcanzar a uno de los payasos y lo lanzó contra la cerca de madera. No pudo levantarse. Se lo llevaron directo para el hospital de Santa Clara. A pesar de la gravedad de lo que acababa de ocurrir, todos aplaudían y celebraban. Las botellas de ron pasaban de mano en mano.
Pedro Yera no se quitó el tabaco de la boca para salir a enlazar su ternero. Lo hizo en un tiempo aún menor que Orestes Castillo. Cuando le amarró las patas, lo levantó en peso y lo tiró contra la arena. Torció la boca y escupió. La otra mitad del pueblo empezó a dar saltos de alegría.
Aunque la bulla era enorme, el chin, chin, chin de sus espuelas se oía por encima de todo. Después de saludarnos a todos, se puso el sombrero y se subió de un salto en su caballo. Después del desfile final quedamos atrapados en una nube de polvo. Serafín me hizo beber ron del pico de una botella. Me quemó todo por dentro.
Muy poco después se hizo de noche y Manicaragua se convirtió en un enorme silencio, como si hubiera gastado todos sus ruidos durante la tarde en el rodeo. Serafín preparó un jarro de agua con azúcar para él y otro para mí. Apagó la luz, se acostó al lado mío y me dio un abrazo.
—¿Por qué no te quitaste el cinto para dormir? —me preguntó.
Me hice el dormido.

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