Aurelio estaba leyendo “La lluvia”, un cuento de Ray Bradbury que habían publicado en la Bohemia de esa semana. Por eso dice que está confundido, que no sabe si el aguacero que recuerda caía en el Paradero de Camarones o en las páginas de la revista.
Por eso buscó en su colección de revistas viejas y, cuando logró parar de estornudar, empezó a buscar en el número 42 del 18 de octubre de 1962. Al llegar a la página 15, dio una palmada contra el papel y volvió a levantar una nube de polvo. Esta vez, los dos empezamos a estornudar.
—La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva —leyó en voz alta—. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias.
Cerró la revista y la puso en mis manos. Luego hizo el gesto cuando ha comprobado algo. Eso quiere decir que el aguacero que tiene metido en su cabeza se debe al cuento que estaba leyendo y no a la realidad. Aun así, yo me sigo imaginando un día de lluvia sobre el Paradero de Camarones.
El 174, el Uerdinger de Caibarién pasó a su hora, las 09:32. Aurelio recuerda haberle llevado él mismo la vía al maquinista. Como yo me sigo imaginando que llovía, lo hizo con un paso muy apurado. El maquinista corrió la puerta del coche motor alemán y se puso de cuclillas para alcanzar la hoja de papel con las indicaciones.
—Está fea la cosa, Yero —le dijo a mi abuelo.
—Sí, está fea la cosa, Quintana —le respondió Aurelio.
No se referían al estado del tiempo sino del mundo. Eran los días de la Crisis de Octubre. Estados Unidos había descubierto que la Unión Soviética había emplazado misiles nucleares en Cuba y la tercera guerra mundial parecía inevitable. Pero nada de eso impidió que los dos ferroviarios se despidieran como siempre, con una sonrisa.
—¿Tengo que parar en Hormiguero? —dijo Quintana.
—Sí, hay varios boletines vendidos —dijo mi abuelo.
El Uerdinger dio dos pitazos y salió disparado hacia Cienfuegos, a donde debía llegar a las 10:05. Si por fin no llovía, Aurelio debió quedarse en el andén a verlo pasar por los dos cruceros. Si el aguacero solo estaba cayendo en el cuento de Ray Bradbury, entró de una vez y llamó a la estación de Hormiguero para reportarle la salida del 174.
Poco después, recibió una llamada de Hormiguero. El 174 no había hecho su parada facultativa, a las 9:40. A mi abuelo le pareció muy extraño. Porque le había dicho a Quintana y él jamás olvida eso. Cinco minutos después, la estación de Cherepa alertó al despachador de trenes de Sagua.
—¡El 174 perdió los frenos! —Dijo.
Según Aurelio, los coches motores Uerdinger tenían ese problema. Portales, un maquinista que los conocía bien, siempre estaba diciendo que un día iba a pasar una desgracia. “Tienen los frenos directos, si se parte el tubo del aire, a la más mínima caída de presión, pierden los frenos”, advertía.
La estación de Palmira confirmó la mala noticia. El 174 había pasado como un bólido. “Yo no sé cómo no se ha descarrilado —dijo Omar Santos, el jefe de estación, al teléfono— va como a 100 kilómetros”. de inmediato el despachador dio la orden de desviarlo.
La línea acaba en la estación de viajeros de Cienfuegos. Si llega a esa velocidad al final, provocará una tragedia. Al dirigirlo hacia la estación de carga, existía la remota posibilidad de que la locomotora de patio lo persiguiera, lograra engancharlo y detenerlo. De lo contrario, caería al mar.
Pasara lo que pasara, aún en el peor de los casos, aquel incidente no llamaría la atención. El mundo estaba al borde de una guerra nuclear, que un tren sin frenos acabara cayendo al mar no era nada comparado con los misiles soviéticos que podían caer sobre Estados Unidos.
En aquel entonces mis abuelos aún vivían en la estación de San Juan de los Yeras. Aurelio estaba relevando a Morales, el jefe de estación de Camarones, que estaba de vacaciones. Ni siquiera podía llamar a Atlántida para contarle lo que estaba pasando. Si poder quitarse el teléfono del oído, nervioso, volvió a la Bohemia.
—Caía a goles, en toneladas —siguió leyendo mi abuelo—; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de monos. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
Así me imagino a la locomotora del patio de Cienfuegos Carga, la 30815, persiguiendo al Uerdinger. Al final de la lluvia los esperaba el mar y, probablemente, la muerte de todos los pasajeros y la tripulación. La pequeña locomotora alemana perseguía al coche motor alemán.
Al menos en este incidente, la Unión Soviética y Estados Unidos se mantenían al margen. “Yo no sé cómo no se ha descarrilado —dijo Arambares, el operador de Cienfuegos Carga, al teléfono— va como a 100 kilómetros”. Nadie más dijo nada hasta que se volvió a escuchar la voz del operador.
“Despechador, despachador”, dijo. “Dígame, Arambare”, se oyó lejana, la voz del despachador desde Sagua. “La 30815 alcanzó al 174, vamos a hacerle la vía para Cienfuegos Viajeros”. Los ferroviarios tienen por costumbre no hacer comentarios sobre las situaciones de peligro por teléfono, esa vez no fue la excepción.
Al otro día, el 174 llegó puntual de Caibarién. El maquinista corrió la puerta del coche motor alemán y se puso de cuclillas para alcanzar la hoja de papel con las indicaciones. Esta vez, además de saludarse de lejos, se dieron la mano. Fue su manera de celebrar que todo había salido bien.
—Está fea la cosa, Yero —le dijo a mi abuelo.
—Sí, está fea la cosa, Quintana —le respondió Aurelio.
Sus rostros, sin embargo, no mostraban la más mínima preocupación. Aunque el mundo seguía en vilo por los misiles soviéticos emplazados en Cuba, para ellos lo peor ya había pasado. Ya no llovía. Como al final del cuento de Ray Bradbury, el sol estaba allá arriba, “cálido, caliente, amarillo y hermoso”.
La 30815 en el andén de Cienfuegos Viajeros. |
"La lluvia", cuento de Ray Bradbury publicado en la revista Bohemia del 18 de octubre de 1962. |
1 comentario:
Parece una película!!!
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