—¡A la malanguita! —Le indicaba mi abuelo a Castellanos, el barbero del Paradero de Camarones. Después de subirme en una tabla (que él fijaba sobre los brazos del sillón) y de envolverme en un enorme paño blanco, la emprendía contra mi cabeza, maquinita en mano.
Aunque entonces lo odiaba, ahora recuerdo con nostalgia aquella escena. Era un pequeño local de madera lleno de espejos y tomado por los olores del talco, la colonia, el jabón de calabaza y el mentol de la crema de afeitar, que era tan fuerte como el Vick Vaporub.
Castellanos era de San Fernando de Camarones. Llegaba a mi pueblo en la primera guagua y se iba en la última. Él, mi abuelo y Chena, era los tres últimos Odd Fellows que quedaban en la zona. Así que, además de ir a pelarse, Aurelio aprovechaba el viaje a la barbería para hablar de la hermandad.
Mientras derribaba la mota que con tanto esmero y paciencia yo amoldaba, Castellanos ponía a mi abuelo al tanto de las defunciones, derrumbes y tragedias acaecidas durante las últimas semanas en el vecino pueblo, donde mi familia vivió durante casi toda la década de los 50.
—Yero —decía Castellanos con cara de funerario—, San Fernando es un pueblo muerto.
Leyendo el tomo 8 de La enciclopedia de Cuba, dedicado a los municipios de Las Villas, Camagüey y Oriente, descubrí que José Francisco Castellanos y Peláez, el padre del barbero de mi infancia, fundó (en 1911) El Guano, el único periódico que existió en la zona.
Eso explica la habilidad que él tenía para hilvanar historias y para convertir el más insignificante hecho en una inspiraba crónica. Cuando mi abuelo murió, Castellanos fue a mi casa vestido de traje (algo absolutamente anacrónico en la Cuba de 1987) a darle el pésame a mi abuela.
También le hizo entrega de un sobre con 2,000 pesos (una suma considerable en aquel tiempo) de parte de los Odd Fellows. Mientras cumplía con todo aquel ritual, no apartaba los ojos de mi cabeza. Entonces yo estudiaba en la Escuela Nacional de Arte y llevaba el pelo por los hombros.
Fue la última vez que lo vi. Demoró muchísimo en beberse una pequeña taza de café. Entre sorbo y sorbo, contaba defunciones, derrumbes, tragedias… Nos dio un abrazo a todos y, con cara de funerario, se despidió. Ya había avanzado unos pasos por el andén cuando se devolvió.
—Estoy retirado —me dijo en tono confidencial—, pero si vas a mi casa te quito todo ese pelo de encima.
Le respondí con una amable sonrisa, mientras me pasaba la mano por la nuca. Recordé en ese momento el ardor de aquella colonia que él me ponía, justo después de pasarme la afiladísima navaja.
1 comentario:
ja! Genial. Me hiciste pasarme la mano por la nuca.
Saludos
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