Como mi hermano Renay Chinea —a quien suscribo y sigo siempre, con los ojos cerrados, aun en las poquísimas ocasiones en las que no estoy de acuerdo con él— está dolido conmigo porque no he fijado mi posición respecto al tema catalán, aquí lo hago.
No lo hice antes porque no soy catalán, no vivo en Cataluña y tengo gente muy querida en ambos bandos, a los que por nada del mundo quisiera herir. Me queda otra excusa: muchas de las opiniones que se han dado desde afuera me parecen repugnantes; como la de Silvio Rodríguez, quien vive en uno de los países más oprimidos del mundo y se la pasa exigiendo libertades para terceros.
Detesto los nacionalismos. Incluso si llegara el día de la reunificación de Las Villas y mis coterráneos decidieran separarse de Cuba o en el hipotético caso de que el Cibao tratara de independizarse de República Dominicana, me abstendría de jurar por esos sentidos de mi pertenencia. Como Drexler, prefiero cualquier quimera a ese trozo de tela triste que es siempre una bandera.
El nacionalismo y, sobre todo, el patrioterismo, me parecen una farsa muy lamentable y peligrosa que solo ayuda a los que no tienen argumentos reales para mantenerse en el poder o llegar a él.
Por instinto de conservación y, sobre todo, por experiencia, desconfiaría de cualquier alianza que involucre a individuos de la calaña de Pablo Iglesias, esos que sin ningún tipo de pudor ni estómago eligen sus muertos, sus reprimidos y sus derechos.
Todos los muertos y todos los reprimidos deben importarnos lo mismo, como los derechos tienen que ser los mismos para todos. A los 50 años, pocas cosas me asquean más que la doble moral (debe ser porque nací y crecí en una dictadura, la de Cuba, donde es moneda corriente).
Mariano Rajoy es, junto a Pablo Iglesias, el resultado de la gran decadencia en la que se encuentra hoy la política española y su gestión de la crisis de Cataluña es vergonzosa y, sin duda alguna, criminal (no tiene que haber muertos para que se cometan crímenes).
Creo que se debería convocar a un referéndum legal y, si lo ganan los independentistas, declararse la independencia de Cataluña. Si se impone la permanencia en España, también debería respetarse... ¡y honrarse!
Detesto los nacionalismos. Incluso si llegara el día de la reunificación de Las Villas y mis coterráneos decidieran separarse de Cuba o en el hipotético caso de que el Cibao tratara de independizarse de República Dominicana, me abstendría de jurar por esos sentidos de mi pertenencia. Como Drexler, prefiero cualquier quimera a ese trozo de tela triste que es siempre una bandera.
El nacionalismo y, sobre todo, el patrioterismo, me parecen una farsa muy lamentable y peligrosa que solo ayuda a los que no tienen argumentos reales para mantenerse en el poder o llegar a él.
Por instinto de conservación y, sobre todo, por experiencia, desconfiaría de cualquier alianza que involucre a individuos de la calaña de Pablo Iglesias, esos que sin ningún tipo de pudor ni estómago eligen sus muertos, sus reprimidos y sus derechos.
Todos los muertos y todos los reprimidos deben importarnos lo mismo, como los derechos tienen que ser los mismos para todos. A los 50 años, pocas cosas me asquean más que la doble moral (debe ser porque nací y crecí en una dictadura, la de Cuba, donde es moneda corriente).
Mariano Rajoy es, junto a Pablo Iglesias, el resultado de la gran decadencia en la que se encuentra hoy la política española y su gestión de la crisis de Cataluña es vergonzosa y, sin duda alguna, criminal (no tiene que haber muertos para que se cometan crímenes).
Creo que se debería convocar a un referéndum legal y, si lo ganan los independentistas, declararse la independencia de Cataluña. Si se impone la permanencia en España, también debería respetarse... ¡y honrarse!
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