Mi
abuela Atlántida tenía una vieja mata de salvia. Estaba detrás de la casa, en la
cerca del andén del ramal Cumanayagua, justo debajo de la ventana de la cocina. Nunca
supe si nació allí o fue ella quien la sembró. Cuando un gajo de la mata de
magos filipinos le daba sombra, mi abuelo Aurelio se resistía a cortarlo.
“Viejo,
yo sé que a ti te gustan mucho esos mangos —reconocía Atlántida antes de dictar
sentencia—, pero tú sabes que a mi mata no le gusta la sombra”. Atlántida resolvía
buena parte de nuestros males con aquella planta: fiebres, afecciones de la garganta,
corrientes de aires....
De
Niño, dormí muchísimas veces con hojas de salvia en cruz en la planta de los
pies, dentro de las medias. En cuanto
amanecía, lo primero que hacía Atlántida era revisarlas. “¡Mira eso —me decía
siempre con el mismo asombro— están tostadas, eso quiere decir que ya te vas a
poner bien!”.
En
la Loma de Thoreau ya tenemos nuestra mata de salvia. La conseguimos con
Pichón, un haitiano que cuida un vivero en La Vega. A veces, cuando paso cerca
de ella, machuco una de sus hojas entre mis manos, la huelo y pienso en
Atlántida.
Aunque no tenga nada, sé que algo me cura; solo su olor y las cosas que me recuerda.
Aunque no tenga nada, sé que algo me cura; solo su olor y las cosas que me recuerda.
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