Al principio fue un eco, un raro
graznido que le pasó por encima a la madrugada. Escribo delante de un matorral
con ínfulas de bosque. Un pino, una mata de aguacates, una de limoncillos, otra
de guanábanas y tres o cuatro arbustos que aún no identifico. En sus ramas
merodea toda clase de aves.
Pericos, tórtolas, pájaros bobos,
zumbadores, carpinteros, ciguas palmeras, cuatro ojos y gorriones. Una vez que
amanece, entre todas se confabulan para no concederle ni un minuto de silencio
al día. Pero cuando llega la noche desaparecen y la oscuridad absorbe las
frondas. Justo ahí comienza el reino y los misterios del querebebé.
Encontrarlo en el cielo sin luz
me tomó días. Luego, gracias a Ángela Lora, supe su nombre. Rastreando
enciclopedias y libros de ornitología he logrado saber bastante de su vuelo
errante, de su silueta parecida a la de un halcón –en inglés su nombre es
nighthawk– y de su enorme boca en forma de embudo.
Durante mucho tiempo existió la
falsa creencia de que el querebebé le robaba la leche a las cabras y debido a
ello se le persiguió sin piedad. Por fortuna ya todas las aves ‘chupacabras’
han sido absueltas y pueden volar en paz, libres ya de toda culpa.
Según uno de los textos a los que
acudí, el vuelo del querebebé sobre los pueblos y ciudades es cada vez más
frecuente; eso quiere decir que la especie se recupera de aquella terrible
época en por poco se le extermina. En la noche de Santo Domingo siempre se le
oye, donde quiera que se esté.
Soy un hombre de campo. No acabo
de acostumbrarme a las ciudades. Ando como un intruso por el asfalto, como un
inadaptado, alguien que no sabe comportarse en público. Sigo prefiriendo las
veredas a los caminos y los faroles a las luces de neón. Siempre he anhelado volver
a las cercanías del potrero de mi abuelo.
Pero en lo que esa quimera se
hace realidad –si es que algún día dejará de ser no más que una quimera–, sólo
el querebebé me conforta, sólo él aparta espacios y simula para mí la indispensable
soledad que requiere la escritura.
No creo en musas, ni en soplos o
querubes y mucho menos en eso que aún se llama inspiración. Creo en la
terquedad y en la constancia frente a la hoja en blanco. Pero siempre hay que reconocer
la ayuda de alguien en ese momento crítico de ‘dar a luz’ un párrafo. Si he de
tener algún tipo de gratitud, entonces menciono a ese oscuro pájaro que de día
se esfuma entre lo menos asequible.
Sin el querebebé no podría soñar
que sueño, sin él la nostalgia y los anhelos no tendrían la forma de las
palabras. Jamás llegaré a tocarlo, es probable que ni siquiera logre verlo de
cerca. Pero no importa, porque sólo su vuelo me concierne.
Gracias a él y a su canto
errante, la noche de Santo Domingo es para mí eso que un gran poeta de mi país llamó
“el sitio en que tan bien se está”.
3 comentarios:
Camilo: no es querequeté?
Sí, Anónimo, en Cuba es Querequeté, pero en República Dominicana es Querebebé.
Thanks. Aclarado :)
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