En realidad buscábamos el canto de las especies en peligro. Salimos
mucho antes de que la ciudad se despertara, pero aún así estuvimos a punto de
llegar tarde al sitio donde los ornitólogos quedaron en juntarse. Una vaguada
cernía sus consecuencias sobre el paisaje árido de la costa.
Una vez que arribamos al lugar del desembarco todo se aclaró
para que las aves llegaran. Elegimos el mismo laberinto donde acamparon los guerrilleros (¿cómo se atrevieron a calcular que en
estas montañas peladas podían conseguir otra cosa que no fuera la muerte?).
Cuando el canto del búho se reprodujo en las bocinas, un
ejemplar bellísimo acudió a nuestro encuentro. Mario asegura que se miraron a
los ojos a muy poca distancia. El ave debió preguntarse quién era aquel tipo que
le apuntaba con un largo tubo donde él mismo acababa reflejándose. El fotógrafo
no recuerda haber cuestionado nada.
El silencio y las sombras se quedaron con el búho. Nos
marchamos hacia otra montaña y repetimos la misma práctica hasta tener éxito con
algunos barrancolí, una cuyaya, dos chuachuá y el vuelo indescifrable de otras
cosas que aquí siguen contradiciendo a la Ley de Gravedad.
Algunas especies siempre
fueron aves, otras están por definirse y las más antiguas, las que siempre
estuvieron aquí, comenzaron por ser peces. Esas tuvieron el privilegio de
conocer esta montaña cuando todavía no estaba entre Azua y Baní, sino en el
fondo inasible de un océano que nunca tuvo nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario