Con el primer café siempre llegan hasta mí la voz que tenía
mi abuela Atlántida al amanecer, un voluminoso susurro que se confundía con la
estática del viejo Westinghouse (el radiecito donde mi abuelo Aurelio trataba
de sintonizar La Voz de los Estados
Unidos de América, “porque si no —decía él—, no nos vamos a enterar nunca
de lo que en realidad está pasando”).
Con el primer café siempre llegan hasta mí los olores que
tenía mi pueblo a primera hora de la mañana, cuando el sol se acostaba encima
del potrero de Felo López y le caía encima a los cañaverales de Ciprián Piz.
Aquel sol, aunque les parezca raro, solo salía allí, jamás ha sido igual en
ninguna otra parte.
Con el primer café siempre leo las cosas que necesito para
empezar el día. Incluso antes de revisar cualquier diario, me hace falta alguna
frase inspiradora de los mismos maestros de siempre. La lista es larga, pero
irremplazable. En un estante que tengo a mi izquierda caben todos los libros de
los que no me puedo zafar.
Después del primer café dejo de ser yo para darle paso a la
vida cotidiana (Mario Dávalos dice que “de lunes a viernes hay que tragar
muchas cucharadas de mierda para poder ser libres los fines de semana”). Ahí
está, su aroma ya me alcanza, el ritual no durará casi nada (como buen ritual
que se respete y se desee); pero en las próximas 24 horas nada podrá compararse
a lo que él provoca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario