La imperecedera camioneta Chevrolet de Angelito en la carreterita de mi casa, cuando todavía existía mi casa. |
Esta foto es la única imagen que conservo de la última vez que entré en mi casa. Finales de octubre del 2000. Ángel Santiesteban-Prats y yo habíamos sido jurados en un concurso municipal de literatura en Colón, Matanzas. Pocos días después, yo partiría para República Dominicana en un viaje sin regreso.
La mañana que debíamos volver a La Habana, en el portal del hotel donde nos quedamos, Ángel notó que me pasaba algo. “Tengo ganas de esperar el tren de Cienfuegos para ir a despedirme del Paradero de Camarones”, le expliqué. No lo pensó dos veces, sólo soltó una de esas carcajadas suyas que tanto se parecen a las de Santa Claus.
En vez de tomar por la Carretera Central, torcimos hacia el Circuito Sur. Muchas veces, cuando viajo por la mañana de las rutas dominicanas, recuerdo aquella travesía. Pasamos junto a la estación de ferrocarril de Guareiras (que poco después se llevaría un ciclón), y la tierra púrpura de Manguito, Calimete y Amarillas.
Antes de llegar a mi pueblo, paramos en el cementerio de Santa Isabel de las Lajas, para visitar la tumba de Beny Moré. “¿Tú le dijiste que no vuelves?”, me dijo Ángel casi en secreto, como si el Bárbaro del Ritmo en verdad pudiera oírnos. “Estoy feliz de haberte acompañado en este viaje de despedida”, me dijo después de uno de los tantos abrazos que nos dimos aquel día.
Ayer, por su cumpleaños, le escribí un pequeño mensaje por WhatsApp donde, además de felicitarlo, le aseguraba que siempre estaba a su lado y de su lado. “Eres el hermano que la vida me regaló. Te quiero mucho y siempre”, me respondió de inmediato.
Eso ha sido Ángel para mí, un hermano mayor que una amiga de la infancia de mi madre parió para que siempre estuviera ahí, para que nunca me defraudara ni decepcionara. Juntos hemos vivido (¡y sobrevivido!) a incontables aventuras y viajes. Pero estoy convencido de que las mejores aún están por venir.
Felicidades otra vez, mi Angelito.
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