Gustavo Molina, el maestro, es uno de los personajes centrales de Atlántida. Julio Romero, que fue su amigo de infancia, nos permite conocer aquí a Gustavo cuando aún era estudiante de secundaria. Una vez más, estas evocaciones hacen que las historias de la novela se extiendan y tengan otros puntos de vista.
Por Julio Romero
Gustavo, el que después fue maestro en la escuela, asistía conmigo a la secundaria de Palmira. De las clases de Educación Física nos vino la fiebre del balompié. Así llamábamos al fútbol en los años sesenta, cuando las denominaciones en inglés no eran bien vistas.
No sé cómo, pero alguien nos prestó un balón de goma inflable y en el potrero armamos el juego. En él participaban los hijos de Cheo Ortega (Gan, Candito y Alfredo), los hijos de Pascualita (José Luis, Ira y el Curro), el Nene Migollo, Orestes la Chiva, Gustavo y yo.
Había un solo portero para los dos equipos. Contra toda lógica y porque le gustaba, esta posición era ocupaba por el Curro, el más bajito de todos. Esa es la razón por la que se anotaban tantos goles. Todo fue bien hasta un día en que alguien —creo que fue Gustavo— soltó un chutazo que le dio de lleno en el estómago y le sacó el aire. A partir de ese momento jugamos sin portero.
Una tarde que no tuvimos clases en la secundaria, invité a Gustavo a la casa de mi abuela Eloísa, que vivía en la finca El Mango, a un kilómetro del pueblo. Él aceptó encantado, pues en la arboleda de mi abuela, además de incontables palmas reales, se podían encontrar muchos árboles frutales. Todavía quedaban mangos y chirimoyas de estación y estaba comenzando la época de los mamoncillos.
Por el camino íbamos comentando una serie de aventuras que pasaban por Radio Progreso a las cinco de la tarde. Comenzaba con una música tenebrosa de fondo mientras la voz del locutor, de un bajo profundo, decía: “¡El mastín de los Baskerviiiiille!”. De fondo se escuchaban los lúgubres ladridos de un perro: “¡Auuuuu, Auuuuuuu!”.
Ya estábamos a la altura de la casa de Nena Noallas, la última del pueblo antes de entrar en el camino del potrero que nos llevaría a casa de mi abuela, cuando se nos ocurrió emular al mastín de los Baskerville. Los dos, al unísono, comenzamos a aullar: “¡Auuuuu, Auuuuuuu!”.
Para qué fue aquello. El perro verdugo que tenía Angelito, el hijo de Nena, nos cayó detrás. Aquel animal inmenso nos embistió con ojos fieros y colmillos al aire, con un rugido escalofriante que reverberaba en su garganta. Todavía no sé cómo pudimos cruzar la alta cerca de alambre de púas. Parte de nuestras camisas quedaron en ella.
Por más que corríamos, aquella bestia furiosa no dejaba de perseguirnos. Estábamos exhaustos cuando llegamos a una frondosa mata de mamoncillos, cerca ya de la casa de mi abuela. Subimos despavoridos hasta las ramas intermedias, que estaban repletas de mazos con todos sus frutos en sazón, dulcísimos y con una masa suave que se caía fácil al contacto de la lengua.
Recuperamos el aliento y comenzamos a hartarnos, mientras el perro gruñía y daba vueltas debajo del árbol. No fue hasta que voceamos a la casa y salió mi tío Leovigildo con una estaca que el persistente can, con el rabo entre las patas, huyó. Sólo entonces pudimos bajar.
Al regreso dimos un rodeo grandísimo para no pasar ni cerca de la casa de Nena Noallas. Esa tarde, junto a la radio, cuando el presentador anunció “¡El mastín de los Baskerviiiiille!”, nosotros lo acompañamos con un aullido. “¡Auuuuu, auuuuuuu!”, dijimos antes de echamos a reír.
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