08 agosto 2024

Evocaciones de Atlántida (VI). Ajedrez con el Fígaro


Uno de los días más emocionantes de mi vida fue en la barbería de Felipe Marín, la mañana en que el viejo barbero me pidió que me bajara de la tabla que él ponía entre los brazos de su antiguo sillón, para poder pelar a los niños. "Ya eres un hombre, Camilito —me dijo—, puedes bajarte de ahí". Aunque perdí la inmejorable perspectiva que me ofrecían la altura y los espejos, gané en amor propio. Los recuerdos de Julio Romero de la barbería y Felipe Marín me llevan de regreso a un espacio que fue borrado por completo, puedo entrar en él, recuperar sus olores y, por un momento, el talco que siempre flotaba en el aire me hizo estornudar otra vez.


Por Julio Romero

Una de las personas más serias y respetables del Paradero de Camarones fue Felipe Marín. Regentó la primera barbería del pueblo y se hizo famoso con sus cortes de cabello, habilidades que legó a su hijo Felipito quien, se convirtió en el barbero de la juventud.
Cuando era niño, Machín me llevaba a pelar con él. Recuerdo aquel local, con sus dos ventiladores refrescando el ardoroso verano y el olor a talco y colonia que disipaba el del sudor caballuno de algunos de los clientes. Siempre había una revista Bohemia y un periódico a mano y, por supuesto, un ambiente reposado que invitaba a calmar los ánimos.
Felipe no llegó a cursar estudios superiores, pero por su conversación amena y fluida se notaba enseguida que era un hombre instruido. Hablaba sin levantar la voz, con un lenguaje claro, pausado y sin vulgaridades. Nunca le oí decir una mala palabra y, por lo que recuerdo, era de hábitos sobrios. No bebía ni fumaba.
Mientras me pelaba me decía bajito: “no te muevas mucho, porque se me puede ir la tijera y cortarte una oreja”. Justo lo que hacía falta para convertirme en una estatua. Después de retirarse, ya entrado en años, se encargó por un tiempo de administrar el Círculo Social (antes Liceo), sitio que centraba la recreación del pueblo.
Tony Marín, su nieto, era compañero mío de secundaria y no salía mucho por las noches a causa del asma y del obstinado prejuicio de su abuela de que el sereno le era perjudicial. Pero el cine quedaba a unos pocos metros de su casa y hasta allí sí le dejaban ir.
Chena había sido dueño del cine antes de que se lo “nacionalizaran”, por su pasión incurable por el séptimo arte decidió quedarse como administrador de su antigua propiedad. Si le preguntabas qué película iban a poner, respondía con vívido entusiasmo: “Es china, de guerra. ¡Pero está buenísima!”. 
Las noches que pasaban estas películas “insufribles” en el cine Justo, no teníamos otro entretenimiento en qué refugiarnos. Una de esas noches “muertas”, Tony me invitó a casa de su abuelo.
—¿Sabes jugar ajedrez? —me preguntó Felipe.
—Sé mover las fichas —le contesté.
Se dirigió a una vitrina de cristal donde guardaba sus tesoros y sacó un tablero y una cajita de madera barnizada en la que descansaban, bien ordenadas, las treinta y dos piezas de un juego de ajedrez. Eran de yeso, recubiertas de pintura blanca y negra según los requerimientos del juego. No se podía pedir más. Era el único del pueblo.
—Las piezas son muy frágiles —nos advirtió—. Con eso ya saben lo que quiero decir. Si se rompen… ¡adiós ajedrez!
Todas las noches jugábamos entre los tres y hacíamos una especie de campeonato. Entretanto Lela Yero, su mujer, siempre tan amable, nos preparaba una refrescante limonada. Felipe nos enseñó mucho. Primero, el jaque del pastor, con el que se daba mate en pocas jugadas y así pagaban su novatada los principiantes. 
Después, nos regaló el libro del campeón mundial cubano José Raúl Capablanca, “Lecciones elementales de ajedrez”, que nos ayudó mucho en la estrategia del juego y en los finales. Una noche, mientras jugábamos una partida Tony y yo, se nos cayó al suelo el rey blanco y se partió en dos mitades. 
Cuando Felipe regresó de la cocina no sabíamos dónde meternos. Nos quedamos mudos. Él nos miró ceñudo. Vio la pieza rota y dijo en tono sombrío:
—Ha muerto el rey. ¡Adiós ajedrez!
Estuvimos como una semana mirándonos las caras, hojeando revistas y jugando parchís hasta que una noche, persuadido de que él también se estaba castigando sin poder jugar, no llamó. Fue hasta la vitrina y sacó las fichas del juego ciencia. Había pegado la rota con cemento blanco. Casi no se notaba el empate.
Sufrimos unos días, pero nos enseñó que las cosas no son eternas y que hay que cuidarlas. Era una forma magnífica de educar, digna de un maestro: sin gritos y sin golpes.

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