15 agosto 2024

Evocaciones de Atlántida (VII). El idilio de Machín y Mariquita

El antiguo crucero de la vía estrecha de Hormiguero
con la línea de Cienfuegos. Muy cerca del lugar donde
se conocieron Machín y Mariquita.

En el Paradero de Camarones de mi infancia los nombres de los mayores se mencionaban en parejas: Aurelio y Atlántida, Roberto y Helemenia, Chena y Mercedes, Talín y Mercedita, Domingo y Mariana, Felipe y Lela, Aleida y Paco… En esta evocación, Julio Romero cuenta la historia de sus padres, uno de los matrimonios más queridos del pueblo.
A Machín y Mariquita solía verlos a menudo. Me encontraba con ellos en la carreterita, el camino que conducía a la estación y a la casa donde vivían Persi y su hija Lola. Mariquita siempre iba delante, como si tuviera mucha prisa, y Machín la seguía a distancia, a paso lento.
“Lo tuve que dejar atrás”, se quejaba Mariquita de Machín. “Me dejó atrás”, se quejaba Machín de Mariquita. Ella lo esperaba en la línea, para cruzar esa frontera imaginaria juntos. Luego hacía lo mismo en la carretera. “Te tuve que dejar atrás”, le decía ella al reencontrarse. “Me dejaste atrás”, respondía él y se tomaban de la mano.
C.V.

Por Julio Romero

En 1950, todavía existía el ramal de vía estrecha que comunicaba los campos de caña de La Flora, y su correspondiente chucho (trasbordador), con el central Hormiguero. Por eso el caserío que surgió en el punto donde esa línea se cruzaba con la carretera de Cienfuegos a Esperanza fue nombrado La Vía Estrecha. 
Lindando con línea, estaba la finca El Mango. Oasis de sombra y frescura por su palmar, cedros y árboles frutales que rodeaban una recia casa de campo de madera y guano. Un pozo artesiano, con su bomba de manigueta, proveía de límpida y refrescante agua a sus moradores.
Hacia allí se dirigió Machín aquella mañana de agosto, a la sazón cocinero de la brigada de reparadores de líneas, para acarrear un cubo de aquel apreciado líquido. Al acercarse, salió ladrando un perro de lunares al que los bromistas de mis futuros tíos le habían puesto por nombre Meltrozo. 
La gracia consistía en que cualquiera que quisiera espantarlo de su lado en vez de decir “pasa, perro”, dijera “pasa, Meltrozo”. Machín, atemorizado, se detuvo y miró a su alrededor. Entonces, la vio. Debajo de una frondosa mata de mangos, estaba una joven de su edad. 
Lavaba en una batea, mientras movía todo el cuerpo al compás de su esfuerzo. Por lo bajo, tarareaba una canción de la época. Se quedó embobado y estuvo mirándola hasta que ella levantó la vista y se cruzaron sus miradas. El candor y el brillo de sus ojos lo deslumbraron y sintió una sensación extraña en el estómago.
La magia duró poco. De la casa salió una señora de pelo encanecido con un cigarro amarillo en la comisura de sus labios.
—¿Qué se le ofrece, señor? —dijo mientras hacía señas a la moza de que entrara en la casa, a lo que esta accedió diligente.
—Ver si me deja coger un cubito de agua para cocinar los frijoles de la cuadrilla —contestó Machín con voz galante.
—Está bien, cójalo. Pero venga primero a tomar café.
En días sucesivos se repitió la visita con el mismo pretexto. La joven siempre se asomaba a la ventana del comedor para verlo. Le sonreía y después escondía la cara. Se llamaba Noelia y, a pesar de su cuerpo delgado, tenía el encanto de sus ojos color café y su picardiosa sonrisa.
Machín logró pasarle una nota con uno de sus hermanos. Le decían el Niño, por ser el menor, y se lo había ganado regalándole kekes y raspadura cada vez que el muchacho merodeaba, curioso, los trabajos de la cuadrilla de reparadores.
Un día se vieron detrás de la cerca de cardón que limitaba la finca con la vía férrea. Poco pudieron decirse por la premura del momento, pero fue lo suficiente para que se entendieran. Entonces él la invitó al baile que darían el siguiente domingo en el Liceo del Paradero de Camarones. 
Ella no prometió nada, sólo murmuró: “Si mamá nos lleva”. Las hermanas mayores tenían novios con entrada: Juana con Eusebio y Luisa con Evelio. Fueron las cartas determinantes para ganar la partida. Insistieron tanto que lograron convencer a la vieja y allí estaban el domingo al atardecer, esperando que abrieran las puertas del Liceo. 
No más verlos, Machín se acercó cauteloso y les saludó. Iba vestido con traje de dril cien, camisa blanquísima y una corbata azul celeste donde brillaba un plateado alfiler. Había reservado una mesa que le costó diez pesos. “¡Eso era una fortuna en aquel tiempo!”, solía recordar años después. 
El pago Incluía los entremeses y la bebida. Eloísa, la madre de Noelia, se mostró un poco reticente al principio, pero después accedió a brindar con un “España en llamas”, un trago que contenía coñac y sidra. Muy rico al paladar, pero a los efectos, una bomba de tiempo, pues los que lo tomaban se ponían contentones y desinhibidos.
Bailaron toda la noche. Entre danzón y danzón, ella le dijo que sí. Él aprovechó para apretarla un poquito más sin que la vieja los viera. Cuando acabó la música, él le pidió respetuosamente a la señora si la podía visitar. A lo que Eloísa, la madre respondió:
—Joven, usted ha sido muy generoso y se ha portado muy decente —respondió Eloísa— pero yo no puedo darle esa respuesta. Debe hablar con Ildefonso, mi esposo.
El viejo era un cascarrabias. Pero Evelio y Eusebio le dijeron a Machín que no se preocupara, que ellos se encargarían de hablar con él. Terminaron la velada en el bar Arelita, invitados por Machín a comer unas naranjas peladas y frías que eran una delicia. 
En la Victrola sonaba en ese momento una canción de Pedro Vargas: “Adiós Mariquita linda,/ ya me voy porque tú/ ya no me quieres/ como yo te quiero a ti…” En un aparte, mientras los demás degustaban las frutas, Machín le dijo a Noelia en un susurro: “¡Tú eres mi Mariquita linda!”.
Y desde ese momento, fruto del amor y de una noche inolvidable, se le quedó el apodo. Pronto el Paradero de Camarones empezaría a llamarle Mariquita, la mujer de Machín. Por esas pequeñas cosas, espontáneas y a la vez trascendentes, aquel calificativo aquilató una imperecedera emoción universal.

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