El almanaque de la Loma de Thoreau. |
En casa siempre tuvimos un almanaque colgando de una puerta. Era la que comunicaba el comedor con la habitación de mis abuelos. El clavo que lo sostenía tenía nombre y apellido. Se llamaba la puntilla del almanaque. Mi abuela Atlántida jamás le preguntó la fecha a nadie. Cada vez que dudaba algo respecto a los días, las semanas o los meses, se dirigía a la puerta de su dormitorio.
También tenía una rara costumbre. No esperaba al 1 de enero para cambiar el almanaque. En cuanto conseguía el del próximo año, lo colgaba. Eso provocaba un periodo de muchas confusiones, porque nunca recordaba dónde había puesto el que aún estaba vigente y perdía muchísimo tiempo buscándolo por toda la casa.
Mi almanaque preferido fue el de 1976. Estaba ilustrado con la obra “Guajiros” (1938), de Eduardo Abela. No recuerdo qué traía el de 1977. Pero era algo alegórico a una fecha patria y Aurelio decidió pegarle encima el cuadro de Abela. Después de estar pasando dos años seguidos junto a él, me lo aprendí detalle a detalle. Recuerdo que, cuando tuve delante el original en el Museo de Bellas Artes, lo primero que hice fue buscar el caballo blanco que está amarrado en el portal del fondo.
El móvil ha convertido en objetos decorativos a los relojes de pared y los almanaques. Aun así, no he perdido la costumbre de tenerlos. El almanaque de la Loma de Thoreau no es para saber la fecha sino para marcar el último día que estuvimos en ella. Creo que esta será la vez que más tardaremos en regresar. No me atreví ni a despedirme de Jack y Buck.
A nuestro regreso, ya las cigarras estarán haciendo silencio, bajo tierra. Lo primero que haré al llegar será ir hasta el almanaque. Esa es mi manera de saber cuánto demoramos en volver y de celebrar que por fin estamos junto a Jack, Buck y esos increíbles cielos de otoño de los que tanto presume el Cibao. En casa siempre hemos tenido un almanaque.
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