Conocí en persona a Enrique Núñez Rodríguez cuando comencé a laborar en La Gaceta de Cuba. Siempre me saludaba con cariño. Extendía sus cortos brazos y, al abrazarme, me daba unas palmaditas en la espalda. Cada vez que yo publicaba un texto en la revista, él me hacía algún comentario.
—¡Échale limón! —solía decirme cuando nos cruzábamos, después de un elogio mío a un concierto de NG la Banda que apareció en la sección de Crítica.
Un día quedamos en que le haría una entrevista sobre su experiencia como autor de novelas radiales y su célebre Leonardo Moncada, un personaje que fue muy popular entre los radioyentes del Paradero de Camarones. Pero nunca logramos ponernos de acuerdo. Cada vez que yo podía, él no. Y viceversa.
Cuando la revista comenzó a publicar el dossier Siglo pasado, donde escritores, artistas e intelectuales cubanos le dedicaban una crónica a un año que resultó ser decisivo en sus vidas, Norberto Codina me encomendó la de Enrique. Estuve varias semanas subiendo hasta su oficina sin éxito.
Siempre que me le paraba en la puerta, perturbado, hacía un gesto negativo con la cabeza. Un día, por fin, lo encontré sonriente. “Se me ocurrió una solución —me dijo—. Yo te cuento mi año y tú lo escribes”. Traté de quitarle la idea de la cabeza, pero él insistió. “A ti te va a quedar con el tono de La Gaceta”, zanjó.
Tuve que elegir. Seguir soportando el hostigamiento de Norberto Codina (a quien llamábamos el Manager, por la apasionada afición beisbolera del equipo), no era una opción. Como todas las sillas de su oficina estaban ocupadas por montones de libros, me acomodé como pude encima de la que menos tenía.
Escogió el año 1933 y a su natal Quemado de Güines como escenario. Más que contar, dictó. Pero como no tomé notas, al otro día subí con un borrador de lo que recordaba. Él aún no había llegado y se lo dejé sobre el escritorio. Me esperó abajo a la hora del almuerzo. Después de extenderme sus cortos brazos, abrazarme y darme unas palmaditas en la espalda, me devolvió el mecanuscrito.
Estaba corregido con un lápiz bicolor, como solía hacer mi abuelo Aurelio. En azul, lo que quería añadir. En rojo, lo que había suprimido. “Está perfecto —me dijo—, sólo cambié algunas palabritas tuyas por mías… ¡Tienes una memoria del carajo!”.
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