19 agosto 2024

Extraños como patos en el Manzanares

 
Diana y María estrenando una hamaca en el primer Bohío.

Así era María en noviembre de 2011, cuando nos mudamos juntos al primer Bohío. Ahí comenzó una etapa de la vida de ella, Diana y mía que acaba hoy. Hace una semana que estamos haciendo maletas. Mañana volamos a Madrid para que comience la universidad. 

Eligió hacer una doble titulación en Comunicación Digital y Periodismo, lo cual me tiene feliz y lleno de orgullo. Ya lee más que yo y escribe mejor que yo. El hecho de poder hacer ese viaje con ella, acompañarla hasta su facultad y dejarla en su residencia, me tiene eufórico. 

Lo difícil será acostumbrarnos al nido vacío. Aceptar la idea que ya no llegará a la habitación para quitarnos los que estábamos viendo Diana y yo en el televisor, acostarse entre los dos y poner "una película en familia", es decir, una que a ella le guste. 

O que, a escondidas de su mamá, me busque para pedir pizza, pollo frito o cualquier otra cosa poco saludable, de esas que requieren complicidad y clandestinaje. Una vez, cuando todavía era pequeña, en uno de nuestros primeros fines de semana en la Loma de Thoreau, la encontré caminando por el bosque en medio de una noche muy oscura.

—María, ¿no te da miedo?— le pregunté sorprendido.

—Cuando estoy contigo no le tengo miedo a nada —me respondió y siguió buscando no recuerdo qué con la ayuda de una linterna.

Hoy es el capítulo final de una temporada que duró 13 años. Mañana comienza una nueva que tiene como título provisional “Extraños como patos en el Manzanares”.

18 agosto 2024

Gracias por las convicciones, Zorro


Me pasé toda mi infancia teniendo que repetir, alrededor de las ocho de la mañana, que quería ser como el Ché. Nunca fui del todo honesto. Si de verdad me hubieran dado a elegir, habría dicho que quería ser como Sandokán o como el Zorro. Hoy, a tres años de cumplir los 60, lo ratifico.
A Sandokán lo conocí por los libros de aventuras. Entonces para mí el mundo conocido tenía tres grandes navegantes: el Capitán Nemo, el Corsario Negro y Sandokán. Luego llegaron las películas y, aunque me encantó verlo a todo color, admito que lo prefería en los amarillentos cuadernos de Gente Nueva.
Tuve otro héroe. Es responsabilidad de Chena, el administrador del cine Justo (antes de 1959 había sido su dueño). Él siempre se las arreglaba para que el Zorro se quedara uno o dos días más en el Paradero de Camarones. Luego llegaba contrariado a la estación. “Esta película debió llegar antes de ayer a Palmira”, le advertía a mi abuelo.
No puedo decir a cuántas proyecciones del Zorro asistí. Hace poco, al volver a verla en YouTube, comprobé que me la sabía de memoria, cuadro a cuadro. Los libros de texto, los autores clásicos y la propaganda política siempre intentaron inculcarnos un sentido de la justicia, nadie fue más efectivo que el Zorro.
El suyo era muy básico, como lo era también su capacidad de planear las venganzas. Aunque la mayor parte de la película llevaba una venda, el rostro que reconozco del Zorro es el de Alain Delon. Acabo de enterarme de que ha fallecido y no puedo dejar pasar la ocasión.
Gracias por las convicciones, Zorro.

Almanaques

El almanaque de la Loma de Thoreau.

En casa siempre tuvimos un almanaque colgando de una puerta. Era la que comunicaba el comedor con la habitación de mis abuelos. El clavo que lo sostenía tenía nombre y apellido. Se llamaba la puntilla del almanaque. Mi abuela Atlántida jamás le preguntó la fecha a nadie. Cada vez que dudaba algo respecto a los días, las semanas o los meses, se dirigía a la puerta de su dormitorio.
También tenía una rara costumbre. No esperaba al 1 de enero para cambiar el almanaque. En cuanto conseguía el del próximo año, lo colgaba. Eso provocaba un periodo de muchas confusiones, porque nunca recordaba dónde había puesto el que aún estaba vigente y perdía muchísimo tiempo buscándolo por toda la casa.
Mi almanaque preferido fue el de 1976. Estaba ilustrado con la obra “Guajiros” (1938), de Eduardo Abela. No recuerdo qué traía el de 1977. Pero era algo alegórico a una fecha patria y Aurelio decidió pegarle encima el cuadro de Abela. Después de estar pasando dos años seguidos junto a él, me lo aprendí detalle a detalle. Recuerdo que, cuando tuve delante el original en el Museo de Bellas Artes, lo primero que hice fue buscar el caballo blanco que está amarrado en el portal del fondo.
El móvil ha convertido en objetos decorativos a los relojes de pared y los almanaques. Aun así, no he perdido la costumbre de tenerlos. El almanaque de la Loma de Thoreau no es para saber la fecha sino para marcar el último día que estuvimos en ella. Creo que esta será la vez que más tardaremos en regresar. No me atreví ni a despedirme de Jack y Buck. 
A nuestro regreso, ya las cigarras estarán haciendo silencio, bajo tierra. Lo primero que haré al llegar será ir hasta el almanaque. Esa es mi manera de saber cuánto demoramos en volver y de celebrar que por fin estamos junto a Jack, Buck y esos increíbles cielos de otoño de los que tanto presume el Cibao. En casa siempre hemos tenido un almanaque.

17 agosto 2024

Camilo Venegas: “No puedo dejar de ser cubano, no sabría ser de otro lugar”

En la laguna de Walden, Concord, junto a de Henry David Thoreau.

Agradezco al poeta Álex Fleites esta conversación que tuvimos una madrugada, de regreso del Fenway Park, tras una dolorosa derrota de los Red Sox. Había perdido la voz de tanto gritar en el estadio, pero afortunadamente me quedaba el recurso de dejar las respuestas por escrito. Gracias otra vez, Álex, te dejo aquí un fuerte abrazo.
C.V.

 

Por Álex Fleites

 

Camilo Venegas (Paradero de Camarones, Cienfuegos, 1967) realizó estudios de dirección teatral en la Escuela Nacional de Arte (ENA). En Cuba, fue editor de las revistas El Caimán Barbudo y La Gaceta de Cuba. Luego dirigió el Fondo Editorial Casa de las Américas. En el año 2000 se radicó en República Dominicana, donde fue editor de Pasiones, suplemento cultural de El Caribe, y de Revistas en Diario Libre. Hasta mediados de 2006 fue el Gerente de Extensión y Comunicaciones en el Centro Cultural Eduardo León Jimenes. Actualmente es socio fundador de Ediciones El Fogonero, una gestora de contenidos y estrategias de comunicación que asesora y colabora con reconocidas empresas dominicanas. 

Ha publicado los siguientes títulos: Las canciones se olvidan (poesía, Cuba, 1992), Los trenes no vuelven (Poesía, Cuba, 1994), Itinerario (poesía, República Dominicana, 2003), Irlanda está después del puente (poesía, España, 2004), Afuera (poesía, España, 2009), ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? (cuentos, República Dominicana, 2013), Prueba de vida (poesía, Cuba, 2018) y Atlántida (novela, República Dominicana, 2023). Sobre esta novela volveremos en unos meses, pues es obra que merece comentario aparte.

Y ahora, como dirían un mexicano, vamos al chile.

 

¿Cuándo, cómo tuviste la primera noticia de la poesía?

Mis dos primeros años de secundaria los cursé en una intrincada escuela al campo en el Escambray. Estaba al final del lago Hanabanilla. Al principio solo podíamos llegar hasta allí en barco. Aunque su biblioteca era bastante pobre, la aproveché lo más que pude. No tenía nada más que hacer, además de escaparme para el río y correr el riesgo de que me quitaran el pase. 

Allí di con tres poetas que me dieron las primeras noticias de la poesía: Antonio Machado, Miguel Hernández y César Vallejo. Mis poemas iniciales, que los empecé a escribir unos cuatro años después, tenían una deuda exagerada con ellos.

 

¿Hubo alguien que influyera decisivamente en el encausamiento de tu vocación literaria?

Es una responsabilidad compartida entre muchos grandes escritores, desde Emilio Salgari y Julio Verne, hasta Sherwood Anderson y William Faulkner. Desde que soy adolescente, leer me da deseos de escribir. Por eso aún hoy, antes de sentarme a escribir, leo algo. Leer es también la mejor manera de aprender a escribir. Creo más en las lecciones que dan las lecturas que en los consejos que dan los escritores. 

Aunque hubo un escritor que me llenó de confianza en mí mismo. Fue a principios de los años 80, cuando participé por primera vez en un encuentro de talleres literarios. Era un texto muy largo que Raúl Rivero no me dejó terminar de leer. “Ese no es el mejor poema que se va a leer aquí hoy —me dijo—, pero tú eres el mejor poeta de todos los que están aquí. Ponte a escribir para que me des la razón”. 

Ni siquiera recuerdo los nombres de los otros que participaban. No sé si llegué a ser mejor o peor que ellos, eso, no es lo importante. Del consejo de Raúl lo que más agradezco es que nunca más pude dejar de escribir, que nada disfruto más que sentarme frente a una pantalla en blanco y empezar a golpear el teclado de la Macbook como si todavía fuera la vieja Underwood de mi abuelo.

 

¿Qué lecturas, además de las que has mencionado, han contribuido a formar el escritor que eres?

La lista es interminable, porque el escritor que trato de llegar a ser está en constante formación. Hace poco leí la novela Mis años con Marta, del alemán Martin Kordić, y admito que no escribo igual desde entonces. No se trata de copiar o de imitar, sino de que no vuelves a ser el mismo después de una lectura que de verdad te impacta. El cine también ha sido fundamental para mí, desde los clásicos norteamericanos y europeos, hasta obras recientes de directores jóvenes que acaban deslumbrándome. 

Un solo libro basta para cambiarte para siempre. Eso me ocurrió, por ejemplo, con Memorial del testigo, de Gastón Baquero. Di con ese cuaderno por casualidad, tratando de cortar camino entre una sala y la otra en la biblioteca provincial de Cienfuegos. Era un cuartico donde encerraban a los escritores censurados y allí estaba aquel pequeño volumen que leí y releí por semanas. Los poemas que tenía escritos en ese momento (no eran tantos) pagaron un alto precio por aquel hallazgo.

 

¿Paradero de Camarones es, en tu caso, esa arcadia perdida o suerte de bolsa amniótica que sirve de referencia constante y punto de partida de tu universo poético?

Viví toda mi infancia, junto a mis abuelos maternos, en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Era un edificio aislado y rodeado de vías, los trenes que llegaban o se iban eran los más importantes sucesos del día. Severo Sarduy, quien también vivió en una estación, dijo en una entrevista que la sombra de los trenes, proyectada en la alta pared de su habitación, fue el cine de su infancia. Aunque en mi pueblo había cine y asistí a muchísimas tandas, la vida en aquel lugar era en sí una película.

Por eso en todos mis libros siguen pasando aquellos trenes y reaparecen los personajes que me rodeaban. Según Rulfo y Sabina (quien cita en una canción esa frase de Pedro Páramo), “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Nada me produce más felicidad que regresas al Paradero de Camarones a través de las palabras. Siempre digo que Atlántida no es una novela sino un camino de regreso. En ese libro sigue en pie todo lo que ha dejado de existir desde entonces.

 

Durante tu primera juventud en La Habana tuviste la ocasión de conocer a escritores de distintas generaciones. ¿Algunos de ellos ejerció sobre ti algún tipo de influencia?

Fui vecino de Fina García Marruz y Cintio Vitier. Nos veíamos a menudo, nos visitábamos, hacíamos juntos la cola del pescado o del pan. Más que una influencia fue un magisterio. Mi primer viaje fuera de Cuba lo hice junto a ellos. En aquella época (principios de los 90) aún se podía fumar en los aviones. Cintio mantuvo un Cohíba prendido toda la noche, mientras cruzábamos el océano. Esa madrugada recibí una conferencia magistral sobre la relación del grupo Orígenes con España. Cuando distinguimos a Madrid por la ventanilla, ya a punto de aterrizar, Fina empezó a señalar unos árboles: “¡Mira los chopos, Camilo! ¡mira los chopos de Juan Ramón!”. 

Recibí muchas influencias durante mi primera juventud en La Habana, pero la que más agradezco es la de mis vecinos Fina y Cintio.

 

Conociste, frecuentaste, a Bladimir Zamora. Lo singular de su personalidad y lo prematuro de su muerte han comenzado a conferirle, entre los escritores más jóvenes, cierto halo mítico. ¿Cómo lo recuerdas, alguna anécdota con él que te gustaría compartir?

Conocí a Bladimir Zamora en un encuentro de jóvenes escritores, donde me pidió un poema para la sección “Por primera vez” de El Caimán Barbudo. Poco después cumplí 23 años y me envió un telegrama a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. “Cami: Arsenio dice que hay fuego en el 23, no dejes que se apague. ¡Felicidades!”. No olvido la cara de desconcierto de Ramona, la encargada del correo, al entregármelo.

Antes de irme a vivir al Vedado, La Gaveta (el cuarto de Bladimir en la calle Monserrate) era mi estación en La Habana. Allí pernocté, como muchos otros escritores de provincia, cada vez que lo necesité. Cuando empecé a laborar en la Editora Abril, subía mi bicicleta china por aquella empinada escalera y luego, al recogerla, esperaban por mí unos rones, un dominó y una tanda de música que siempre incluía a María Teresa Vera, la Aragón y Benny.

El haber tenido el privilegio de compartir tantas experiencias con él me hizo entender mejor qué significaba ser cubano. El día de 1993 que llegué a Madrid, con Cintio y Fina, acabé en un concierto de Celia Cruz junto a Bladimir. En un momento alguien apareció con una enorme bandera cubana y entre todos la extendimos. “Ya esto no es Madrid —me dijo Bladimir con el hilo de voz que quedaba de su vozarrón—, la Plaza de Toros de Las Ventas esta noche queda en Cuba”. Si yo no hubiera conocido a Bladimir Zamora, no sería quién soy, o al menos el cubano que soy.

 

Estudiaste dirección teatral. Hasta donde sé, no estuviste vinculado profesionalmente mucho tiempo con ningún grupo dramático. ¿Esos estudios te han servido de alguna manera en tu posterior desempeño laboral?

Hice mi tesis en Moa, con el colectivo teatral Tierra Roja, donde dirigí una obra de teatro para niños que Salvador Lemis escribió para la ocasión. Luego, mientras cumplía el servicio social en Cienfuegos, estuve entre los fundadores de Teatro Acuestas y dirigí su primera puesta en escena. Entonces ya el escritor empezaba a ganarle, una a una, todas las batallas al teatrista. Por eso, en cuanto me ofrecieron trabajar como redactor en una revista en La Habana, no lo pensé dos veces. 

Reencontrarme en Santo Domingo con Raúl Martín, compañero de aula en Cubanacán, me ha dado deseos de volver al teatro. En estos momentos escribo un texto con la intención de que él dirija su puesta en escena. Aunque asistiré a los ensayos y aportaré todo lo que haga falta, mi labor en el proyecto será, sobre todo, literaria.

 

Tienes un largo currículo como publicista. ¿Qué tan creativo es el trabajo publicitario? 

Más que a la publicidad, me he dedicado a la comunicación estratégica y a la producción de contenidos. Que mi día a día sea producir textos donde cada palabra responde a un objetivo muy preciso, me ha obligado a prescindir de lo que no es indispensable. Esa obsesión ha contagiado al escritor de ficciones y de poemas. Por eso creo que el comunicador le ha servido más al escritor, que el escritor al comunicador. 

Vivo de escribir. Ese es, probablemente, el mayor lujo que me he dado en mi vida.


Si aceptamos que la identidad es un constructo, ¿cómo se ha ido perfilando la tuya? ¿Quién eres y cómo te definirías?

Ya he vivido más tiempo en Santo Domingo que en el Paradero de Camarones o en La Habana. Eso no me hace dominicano, pero me convierte en un cubano que prefiere el Brugal al Havana Club y que ya siente más por las Águilas Cibaeñas que por lo que queda del equipo Villa Clara. 

Hace poco, caminando por el mediodía de Santiago de Compostela, recuperé olores que salían de las cocinas del Paradero de Camarones de mi infancia. Olores que es probable no existan ya en mi pueblo. Algo parecido me ocurrió con el arroz con leche de un restaurante en Cudillero, Asturias, sabía exactamente igual al de mi abuela Atlántida. Lo mismo me sucede con Camilo Venegas. A veces se me pierde y de pronto, en el lugar más inesperado, vuelvo a dar con él. No puedo dejar de ser cubano, no sabría ser de otro lugar, pero ya suelo buscar a Cuba y a mi sentido de la cubanía en lugares que no coinciden con los que indican los mapas.


¿Cómo, cuándo visitaste La Habana por primera vez? ¿Qué impresión te causó la ciudad? ¿Hay una calle, esquina, edificación de La Habana con la que te sientas particularmente identificado?

Los Venegas vivían en La Habana y desde muy pequeño me llevaban todos los años a visitarlos. Entonces La Habana me parecía inmensa, inabarcable. El puente Almendares me resultaba fascinante y la avenida 31 la más ancha del mundo. La Habana me deslumbraba tanto que disfrutaba hasta su olor a gas de la calle. 

Muchos lugares de la ciudad me impactaban, pero el que más disfruté siempre fue la llegada en tren. Justo ese momento en que la locomotora comenzaba a escalar los elevados y de pronto aparecían en la ventanilla decenas de barcos amontonados, la bahía y la llama eterna de la refinería de petróleo. 

Los trenes en los que viajé de niño a La Habana casi siempre llegaban de madrugada, nunca más nada me ha asombrado tanto. Las dos últimas veces que volví a La Habana ya no di con aquella ciudad. Algunos lugares, incluso, me resultaron irreconocibles. Pero los elevados seguían en pie, aún cabe la posibilidad de llegar a la ciudad de mis sueños en un tren de madrugada.

16 agosto 2024

Lealtades invisibles

La boda de mis padres, estación de ferrocarril de San Juan
de los Yeras. En el centro, junto a la novia, Serafín Venegas.
En el borde derecho, junto a Atlántida, Aurelio Yero.

Diana Sarlabous me advierte constantemente sobre ellas. Se queja de que las sigo al pie de la letra. Dice que las diagnostican cuando uno se rige por “las expectativas, creencias y sentimientos que se desarrollan en el seno de una familia y que influyen en las relaciones entre sus miembros”. 
Lo admito, cada vez que tengo que tomar una decisión que tendrá un grave impacto en mí y en los que me rodean, pienso en lo que harían mis padres y mis abuelos en la misma situación. Sobre todo, Serafín Venegas y Aurelio Yero, las dos autoridades que han tenido una mayor potestad sobre mí.
Pongo dos ejemplos sobre lecciones suyas. Cada vez que iba a Manicaragua, a pasarme un trecho de las vacaciones con mi padre, visitaba a todos sus amigos. En uno de aquellos agostos, me llamó la atención que no habíamos ido aún a la casa de uno de sus más fieles compañeros de pesquerías.
—Nunca más lo verás —fue la respuesta de Serafín.
Ya no sabré qué pasó entre ellos. Sólo sé que para mi padre fue algo irreparable. El mismo ejemplo recibí de mi abuelo. Aurelio bautizó a uno de los hijos de un hermano suyo. Era el único de la familia que no le llamaba Ilo o tío Ilo. Le decía Padrino y sus abrazos eran diferentes, duraban más.
El ahijado de mi abuelo tenía una perra loba y en uno de sus partos me regaló un cachorro. Le puse Shadow, porque recién había aprendido que eso significaba sombra en inglés. Un día, al volver del internado, no encontré a mi perro lobo. El ahijado de Aurelio, para complacer a un amigo militar, nos lo había quitado.
Nunca más mi abuelo le volvió a dirigir la palabra. Sé que eso le dolió muchísimo, pero lo soportó estoicamente. Su ahijado sólo pudo volver a encontrarse con él en la funeraria, el día que lo velábamos. Diana Sarlabous me advierte constantemente de ellas, pero nada puedo hacer al respecto. 
Soy hijo de Serafín Venegas y nieto de Aurelio Yero. Sostengo mis lealtades invisibles hasta el final.

15 agosto 2024

Evocaciones de Atlántida (VII). El idilio de Machín y Mariquita

El antiguo crucero de la vía estrecha de Hormiguero
con la línea de Cienfuegos. Muy cerca del lugar donde
se conocieron Machín y Mariquita.

En el Paradero de Camarones de mi infancia los nombres de los mayores se mencionaban en parejas: Aurelio y Atlántida, Roberto y Helemenia, Chena y Mercedes, Talín y Mercedita, Domingo y Mariana, Felipe y Lela, Aleida y Paco… En esta evocación, Julio Romero cuenta la historia de sus padres, uno de los matrimonios más queridos del pueblo.
A Machín y Mariquita solía verlos a menudo. Me encontraba con ellos en la carreterita, el camino que conducía a la estación y a la casa donde vivían Persi y su hija Lola. Mariquita siempre iba delante, como si tuviera mucha prisa, y Machín la seguía a distancia, a paso lento.
“Lo tuve que dejar atrás”, se quejaba Mariquita de Machín. “Me dejó atrás”, se quejaba Machín de Mariquita. Ella lo esperaba en la línea, para cruzar esa frontera imaginaria juntos. Luego hacía lo mismo en la carretera. “Te tuve que dejar atrás”, le decía ella al reencontrarse. “Me dejaste atrás”, respondía él y se tomaban de la mano.
C.V.

Por Julio Romero

En 1950, todavía existía el ramal de vía estrecha que comunicaba los campos de caña de La Flora, y su correspondiente chucho (trasbordador), con el central Hormiguero. Por eso el caserío que surgió en el punto donde esa línea se cruzaba con la carretera de Cienfuegos a Esperanza fue nombrado La Vía Estrecha. 
Lindando con línea, estaba la finca El Mango. Oasis de sombra y frescura por su palmar, cedros y árboles frutales que rodeaban una recia casa de campo de madera y guano. Un pozo artesiano, con su bomba de manigueta, proveía de límpida y refrescante agua a sus moradores.
Hacia allí se dirigió Machín aquella mañana de agosto, a la sazón cocinero de la brigada de reparadores de líneas, para acarrear un cubo de aquel apreciado líquido. Al acercarse, salió ladrando un perro de lunares al que los bromistas de mis futuros tíos le habían puesto por nombre Meltrozo. 
La gracia consistía en que cualquiera que quisiera espantarlo de su lado en vez de decir “pasa, perro”, dijera “pasa, Meltrozo”. Machín, atemorizado, se detuvo y miró a su alrededor. Entonces, la vio. Debajo de una frondosa mata de mangos, estaba una joven de su edad. 
Lavaba en una batea, mientras movía todo el cuerpo al compás de su esfuerzo. Por lo bajo, tarareaba una canción de la época. Se quedó embobado y estuvo mirándola hasta que ella levantó la vista y se cruzaron sus miradas. El candor y el brillo de sus ojos lo deslumbraron y sintió una sensación extraña en el estómago.
La magia duró poco. De la casa salió una señora de pelo encanecido con un cigarro amarillo en la comisura de sus labios.
—¿Qué se le ofrece, señor? —dijo mientras hacía señas a la moza de que entrara en la casa, a lo que esta accedió diligente.
—Ver si me deja coger un cubito de agua para cocinar los frijoles de la cuadrilla —contestó Machín con voz galante.
—Está bien, cójalo. Pero venga primero a tomar café.
En días sucesivos se repitió la visita con el mismo pretexto. La joven siempre se asomaba a la ventana del comedor para verlo. Le sonreía y después escondía la cara. Se llamaba Noelia y, a pesar de su cuerpo delgado, tenía el encanto de sus ojos color café y su picardiosa sonrisa.
Machín logró pasarle una nota con uno de sus hermanos. Le decían el Niño, por ser el menor, y se lo había ganado regalándole kekes y raspadura cada vez que el muchacho merodeaba, curioso, los trabajos de la cuadrilla de reparadores.
Un día se vieron detrás de la cerca de cardón que limitaba la finca con la vía férrea. Poco pudieron decirse por la premura del momento, pero fue lo suficiente para que se entendieran. Entonces él la invitó al baile que darían el siguiente domingo en el Liceo del Paradero de Camarones. 
Ella no prometió nada, sólo murmuró: “Si mamá nos lleva”. Las hermanas mayores tenían novios con entrada: Juana con Eusebio y Luisa con Evelio. Fueron las cartas determinantes para ganar la partida. Insistieron tanto que lograron convencer a la vieja y allí estaban el domingo al atardecer, esperando que abrieran las puertas del Liceo. 
No más verlos, Machín se acercó cauteloso y les saludó. Iba vestido con traje de dril cien, camisa blanquísima y una corbata azul celeste donde brillaba un plateado alfiler. Había reservado una mesa que le costó diez pesos. “¡Eso era una fortuna en aquel tiempo!”, solía recordar años después. 
El pago Incluía los entremeses y la bebida. Eloísa, la madre de Noelia, se mostró un poco reticente al principio, pero después accedió a brindar con un “España en llamas”, un trago que contenía coñac y sidra. Muy rico al paladar, pero a los efectos, una bomba de tiempo, pues los que lo tomaban se ponían contentones y desinhibidos.
Bailaron toda la noche. Entre danzón y danzón, ella le dijo que sí. Él aprovechó para apretarla un poquito más sin que la vieja los viera. Cuando acabó la música, él le pidió respetuosamente a la señora si la podía visitar. A lo que Eloísa, la madre respondió:
—Joven, usted ha sido muy generoso y se ha portado muy decente —respondió Eloísa— pero yo no puedo darle esa respuesta. Debe hablar con Ildefonso, mi esposo.
El viejo era un cascarrabias. Pero Evelio y Eusebio le dijeron a Machín que no se preocupara, que ellos se encargarían de hablar con él. Terminaron la velada en el bar Arelita, invitados por Machín a comer unas naranjas peladas y frías que eran una delicia. 
En la Victrola sonaba en ese momento una canción de Pedro Vargas: “Adiós Mariquita linda,/ ya me voy porque tú/ ya no me quieres/ como yo te quiero a ti…” En un aparte, mientras los demás degustaban las frutas, Machín le dijo a Noelia en un susurro: “¡Tú eres mi Mariquita linda!”.
Y desde ese momento, fruto del amor y de una noche inolvidable, se le quedó el apodo. Pronto el Paradero de Camarones empezaría a llamarle Mariquita, la mujer de Machín. Por esas pequeñas cosas, espontáneas y a la vez trascendentes, aquel calificativo aquilató una imperecedera emoción universal.

14 agosto 2024

Escritor fantasma


Conocí en persona a Enrique Núñez Rodríguez cuando comencé a laborar en La Gaceta de Cuba. Siempre me saludaba con cariño. Extendía sus cortos brazos y, al abrazarme, me daba unas palmaditas en la espalda. Cada vez que yo publicaba un texto en la revista, él me hacía algún comentario.

—¡Échale limón! —solía decirme cuando nos cruzábamos, después de un elogio mío a un concierto de NG la Banda que apareció en la sección de Crítica.

Un día quedamos en que le haría una entrevista sobre su experiencia como autor de novelas radiales y su célebre Leonardo Moncada, un personaje que fue muy popular entre los radioyentes del Paradero de Camarones. Pero nunca logramos ponernos de acuerdo. Cada vez que yo podía, él no. Y viceversa. 

Cuando la revista comenzó a publicar el dossier Siglo pasado, donde escritores, artistas e intelectuales cubanos le dedicaban una crónica a un año que resultó ser decisivo en sus vidas, Norberto Codina me encomendó la de Enrique. Estuve varias semanas subiendo hasta su oficina sin éxito.

Siempre que me le paraba en la puerta, perturbado, hacía un gesto negativo con la cabeza. Un día, por fin, lo encontré sonriente. “Se me ocurrió una solución —me dijo—. Yo te cuento mi año y tú lo escribes”. Traté de quitarle la idea de la cabeza, pero él insistió. “A ti te va a quedar con el tono de La Gaceta”, zanjó.

Tuve que elegir. Seguir soportando el hostigamiento de Norberto Codina (a quien llamábamos el Manager, por la apasionada afición beisbolera del equipo), no era una opción. Como todas las sillas de su oficina estaban ocupadas por montones de libros, me acomodé como pude encima de la que menos tenía.

Escogió el año 1933 y a su natal Quemado de Güines como escenario. Más que contar, dictó. Pero como no tomé notas, al otro día subí con un borrador de lo que recordaba. Él aún no había llegado y se lo dejé sobre el escritorio. Me esperó abajo a la hora del almuerzo. Después de extenderme sus cortos brazos, abrazarme y darme unas palmaditas en la espalda, me devolvió el mecanuscrito.

Estaba corregido con un lápiz bicolor, como solía hacer mi abuelo Aurelio. En azul, lo que quería añadir. En rojo, lo que había suprimido. “Está perfecto —me dijo—, sólo cambié algunas palabritas tuyas por mías… ¡Tienes una memoria del carajo!”.

Durante veinte años, en mi labor como productor de contenidos, he sido escritor fantasma incontables veces. Desde emails, cartas o tarjetas, hasta discursos, conferencias o entrevistas. Pudiera decir que esa fue mi primera vez, pero estaría faltando a la verdad. Es cierto que no tomé notas. Pero él no contó, dictó.

El cronista

Gay Talese, el gran cronista.

—¿Él también es poeta? —le preguntó un promotor cultural a un presunto amigo.
Estaba listo para asentir, pero el presunto amigo se me adelantó.
—No, él más bien es un cronista.
Admito que al principio me molestó muchísimo. Pero luego me sentí aliviado y, por último, se me llenó el pecho de orgullo. Me alivió comprobar algo que sospechaba hacía tiempo. Me enorgulleció caer en la misma categoría que la orquesta Aragón, los Van Van y Bobby Salamanca, grandes cronistas de la Cuba a la que pertenezco.
Luego recordé cuánto me apasionaban las crónicas de Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo y Fray Bartolomé de las Casas. Me pasé días enteros leyéndolas en la Biblioteca Provincial de Cienfuegos. Siempre que pienso en esos libros, recuerdo el olor del edificio que hace esquina en Santa Cruz y Prado.
La primera persona que me dijo que creía que yo iba a ser escritor, fue mi abuelo Aurelio. Lo hizo después de encontrar una libreta donde yo pegaba fotos de la prensa y redactaba pequeñas crónicas sobre los juegos de Las Villas en la serie de 1978. “¡Me gustan más que las del periódico!”, exclamó orgulloso.
Siempre que un libro de crónicas caía en mis manos, no podía evitar leerlo. Eso me pasó con Manuel de la Cruz, José Miró Argenter, Renée Méndez Capote y luego con las obras de Sherwood Anderson, Erskine Caldwell, Truman Capote o Norman Mailer. Más que novelas, al final todos son libros de crónicas.
Y, por último, Gay Talese. A nadie he releído más que a él. Me siento incapaz de contar las veces que he regresado a “Alí en La Habana” y “Frank Sinatra está resfriado”. Nadie como él logra tramar una historia a partir de un escenario y una situación, por cotidianos o irrelevantes que parezcan. 
A lo mejor el presunto amigo llevaba razón. El poema, el cuento o la novela al final no son más que envases. Lo importante es tener qué decir y contarlo de la manera más eficaz posible. Y en eso, mis maestros son los mejores, desde la Aragón hasta Talese. 
Ser su alumno ha sido una de las cosas que más he disfrutado en la vida.

08 agosto 2024

Evocaciones de Atlántida (VI). Ajedrez con el Fígaro


Uno de los días más emocionantes de mi vida fue en la barbería de Felipe Marín, la mañana en que el viejo barbero me pidió que me bajara de la tabla que él ponía entre los brazos de su antiguo sillón, para poder pelar a los niños. "Ya eres un hombre, Camilito —me dijo—, puedes bajarte de ahí". Aunque perdí la inmejorable perspectiva que me ofrecían la altura y los espejos, gané en amor propio. Los recuerdos de Julio Romero de la barbería y Felipe Marín me llevan de regreso a un espacio que fue borrado por completo, puedo entrar en él, recuperar sus olores y, por un momento, el talco que siempre flotaba en el aire me hizo estornudar otra vez.


Por Julio Romero

Una de las personas más serias y respetables del Paradero de Camarones fue Felipe Marín. Regentó la primera barbería del pueblo y se hizo famoso con sus cortes de cabello, habilidades que legó a su hijo Felipito quien, se convirtió en el barbero de la juventud.
Cuando era niño, Machín me llevaba a pelar con él. Recuerdo aquel local, con sus dos ventiladores refrescando el ardoroso verano y el olor a talco y colonia que disipaba el del sudor caballuno de algunos de los clientes. Siempre había una revista Bohemia y un periódico a mano y, por supuesto, un ambiente reposado que invitaba a calmar los ánimos.
Felipe no llegó a cursar estudios superiores, pero por su conversación amena y fluida se notaba enseguida que era un hombre instruido. Hablaba sin levantar la voz, con un lenguaje claro, pausado y sin vulgaridades. Nunca le oí decir una mala palabra y, por lo que recuerdo, era de hábitos sobrios. No bebía ni fumaba.
Mientras me pelaba me decía bajito: “no te muevas mucho, porque se me puede ir la tijera y cortarte una oreja”. Justo lo que hacía falta para convertirme en una estatua. Después de retirarse, ya entrado en años, se encargó por un tiempo de administrar el Círculo Social (antes Liceo), sitio que centraba la recreación del pueblo.
Tony Marín, su nieto, era compañero mío de secundaria y no salía mucho por las noches a causa del asma y del obstinado prejuicio de su abuela de que el sereno le era perjudicial. Pero el cine quedaba a unos pocos metros de su casa y hasta allí sí le dejaban ir.
Chena había sido dueño del cine antes de que se lo “nacionalizaran”, por su pasión incurable por el séptimo arte decidió quedarse como administrador de su antigua propiedad. Si le preguntabas qué película iban a poner, respondía con vívido entusiasmo: “Es china, de guerra. ¡Pero está buenísima!”. 
Las noches que pasaban estas películas “insufribles” en el cine Justo, no teníamos otro entretenimiento en qué refugiarnos. Una de esas noches “muertas”, Tony me invitó a casa de su abuelo.
—¿Sabes jugar ajedrez? —me preguntó Felipe.
—Sé mover las fichas —le contesté.
Se dirigió a una vitrina de cristal donde guardaba sus tesoros y sacó un tablero y una cajita de madera barnizada en la que descansaban, bien ordenadas, las treinta y dos piezas de un juego de ajedrez. Eran de yeso, recubiertas de pintura blanca y negra según los requerimientos del juego. No se podía pedir más. Era el único del pueblo.
—Las piezas son muy frágiles —nos advirtió—. Con eso ya saben lo que quiero decir. Si se rompen… ¡adiós ajedrez!
Todas las noches jugábamos entre los tres y hacíamos una especie de campeonato. Entretanto Lela Yero, su mujer, siempre tan amable, nos preparaba una refrescante limonada. Felipe nos enseñó mucho. Primero, el jaque del pastor, con el que se daba mate en pocas jugadas y así pagaban su novatada los principiantes. 
Después, nos regaló el libro del campeón mundial cubano José Raúl Capablanca, “Lecciones elementales de ajedrez”, que nos ayudó mucho en la estrategia del juego y en los finales. Una noche, mientras jugábamos una partida Tony y yo, se nos cayó al suelo el rey blanco y se partió en dos mitades. 
Cuando Felipe regresó de la cocina no sabíamos dónde meternos. Nos quedamos mudos. Él nos miró ceñudo. Vio la pieza rota y dijo en tono sombrío:
—Ha muerto el rey. ¡Adiós ajedrez!
Estuvimos como una semana mirándonos las caras, hojeando revistas y jugando parchís hasta que una noche, persuadido de que él también se estaba castigando sin poder jugar, no llamó. Fue hasta la vitrina y sacó las fichas del juego ciencia. Había pegado la rota con cemento blanco. Casi no se notaba el empate.
Sufrimos unos días, pero nos enseñó que las cosas no son eternas y que hay que cuidarlas. Era una forma magnífica de educar, digna de un maestro: sin gritos y sin golpes.

05 agosto 2024

Mi lugar en el mundo se derrumba

El salón de espera se cansó de esperar.

El techo de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones ha colapsado hoy. Mariolys Fernández hija de Efraín el proyeccionista del Cine Justo, me avisó poco después de que ocurriera el hecho. Ella misma hizo y me envió estas dolorosas imágenes. 
Construido por los Ferrocarriles Unidos de La Habana en 1914, el imponente edificio con forma de castillo y dos andenes, sobrevivió a varias Cuba y resistió innumerables vendavales hasta que fue Cuba quien no pudo sobrevivir. Sólo entonces se dio por vencido.
Tras ese derrumbe, he perdido todo cobijo en mi lugar en el mundo. Ahora la única manera que tengo para guarecerme allí es a través de las palabras.

La ventana de la oficina del jefe de estación. Aún está la marca
en la pared de la línea del telégrafo y de la caja de los timbres.
Ahí trabajaba mi abuelo Aurelio y ahí, sentado a su lado,
viví alguno de los momentos más felices de mi vida.

El salón de espera, el cuarto de expreso y el dedo
de Mariolys Fernández, a quien le debo estas imágenes.

Donde antes empezaban todos los viajes ahora
es el lugar donde acaban.

El cielo del Paradero de Camarones es, de todos los que he visto,
mi preferido. Pero detesto su presencia en esta imagen,
odio que se aproveche de las ruinas para salir en la foto.


03 agosto 2024

Mi Angelito

La imperecedera camioneta Chevrolet de Angelito en la carreterita
de mi casa, cuando todavía existía mi casa.

Esta foto es la única imagen que conservo de la última vez que entré en mi casa. Finales de octubre del 2000. Ángel Santiesteban-Prats y yo habíamos sido jurados en un concurso municipal de literatura en Colón, Matanzas. Pocos días después, yo partiría para República Dominicana en un viaje sin regreso.
La mañana que debíamos volver a La Habana, en el portal del hotel donde nos quedamos, Ángel notó que me pasaba algo. “Tengo ganas de esperar el tren de Cienfuegos para ir a despedirme del Paradero de Camarones”, le expliqué. No lo pensó dos veces, sólo soltó una de esas carcajadas suyas que tanto se parecen a las de Santa Claus.
En vez de tomar por la Carretera Central, torcimos hacia el Circuito Sur. Muchas veces, cuando viajo por la mañana de las rutas dominicanas, recuerdo aquella travesía. Pasamos junto a la estación de ferrocarril de Guareiras (que poco después se llevaría un ciclón), y la tierra púrpura de Manguito, Calimete y Amarillas.
Antes de llegar a mi pueblo, paramos en el cementerio de Santa Isabel de las Lajas, para visitar la tumba de Beny Moré. “¿Tú le dijiste que no vuelves?”, me dijo Ángel casi en secreto, como si el Bárbaro del Ritmo en verdad pudiera oírnos. “Estoy feliz de haberte acompañado en este viaje de despedida”, me dijo después de uno de los tantos abrazos que nos dimos aquel día.
Ayer, por su cumpleaños, le escribí un pequeño mensaje por WhatsApp donde, además de felicitarlo, le aseguraba que siempre estaba a su lado y de su lado. “Eres el hermano que la vida me regaló. Te quiero mucho y siempre”, me respondió de inmediato. 
Eso ha sido Ángel para mí, un hermano mayor que una amiga de la infancia de mi madre parió para que siempre estuviera ahí, para que nunca me defraudara ni decepcionara. Juntos hemos vivido (¡y sobrevivido!) a incontables aventuras y viajes. Pero estoy convencido de que las mejores aún están por venir.
Felicidades otra vez, mi Angelito.

02 agosto 2024

Evocaciones de Atlántida (V). Conan Doyle al aire


Gustavo Molina, el maestro, es uno de los personajes centrales de Atlántida. Julio Romero, que fue su amigo de infancia, nos permite conocer aquí a Gustavo cuando aún era estudiante de secundaria. Una vez más, estas evocaciones hacen que las historias de la novela se extiendan y tengan otros puntos de vista.

Por Julio Romero


Gustavo, el que después fue maestro en la escuela, asistía conmigo a la secundaria de Palmira. De las clases de Educación Física nos vino la fiebre del balompié. Así llamábamos al fútbol en los años sesenta, cuando las denominaciones en inglés no eran bien vistas.
No sé cómo, pero alguien nos prestó un balón de goma inflable y en el potrero armamos el juego. En él participaban los hijos de Cheo Ortega (Gan, Candito y Alfredo), los hijos de Pascualita (José Luis, Ira y el Curro), el Nene Migollo, Orestes la Chiva, Gustavo y yo. 
Había un solo portero para los dos equipos. Contra toda lógica y porque le gustaba, esta posición era ocupaba por el Curro, el más bajito de todos. Esa es la razón por la que se anotaban tantos goles. Todo fue bien hasta un día en que alguien —creo que fue Gustavo— soltó un chutazo que le dio de lleno en el estómago y le sacó el aire. A partir de ese momento jugamos sin portero.
Una tarde que no tuvimos clases en la secundaria, invité a Gustavo a la casa de mi abuela Eloísa, que vivía en la finca El Mango, a un kilómetro del pueblo. Él aceptó encantado, pues en la arboleda de mi abuela, además de incontables palmas reales, se podían encontrar muchos árboles frutales. Todavía quedaban mangos y chirimoyas de estación y estaba comenzando la época de los mamoncillos.
Por el camino íbamos comentando una serie de aventuras que pasaban por Radio Progreso a las cinco de la tarde. Comenzaba con una música tenebrosa de fondo mientras la voz del locutor, de un bajo profundo, decía: “¡El mastín de los Baskerviiiiille!”. De fondo se escuchaban los lúgubres ladridos de un perro: “¡Auuuuu, Auuuuuuu!”.
Ya estábamos a la altura de la casa de Nena Noallas, la última del pueblo antes de entrar en el camino del potrero que nos llevaría a casa de mi abuela, cuando se nos ocurrió emular al mastín de los Baskerville. Los dos, al unísono, comenzamos a aullar: “¡Auuuuu, Auuuuuuu!”.
Para qué fue aquello. El perro verdugo que tenía Angelito, el hijo de Nena, nos cayó detrás. Aquel animal inmenso nos embistió con ojos fieros y colmillos al aire, con un rugido escalofriante que reverberaba en su garganta. Todavía no sé cómo pudimos cruzar la alta cerca de alambre de púas. Parte de nuestras camisas quedaron en ella. 
Por más que corríamos, aquella bestia furiosa no dejaba de perseguirnos. Estábamos exhaustos cuando llegamos a una frondosa mata de mamoncillos, cerca ya de la casa de mi abuela. Subimos despavoridos hasta las ramas intermedias, que estaban repletas de mazos con todos sus frutos en sazón, dulcísimos y con una masa suave que se caía fácil al contacto de la lengua.
Recuperamos el aliento y comenzamos a hartarnos, mientras el perro gruñía y daba vueltas debajo del árbol. No fue hasta que voceamos a la casa y salió mi tío Leovigildo con una estaca que el persistente can, con el rabo entre las patas, huyó. Sólo entonces pudimos bajar.
Al regreso dimos un rodeo grandísimo para no pasar ni cerca de la casa de Nena Noallas. Esa tarde, junto a la radio, cuando el presentador anunció “¡El mastín de los Baskerviiiiille!”, nosotros lo acompañamos con un aullido. “¡Auuuuu, auuuuuuu!”, dijimos antes de echamos a reír.

01 agosto 2024

Evocaciones de Atlántida IV. Machín Romero


Oí mil veces, en las sobremesas de mi casa, la historia de la primera vez que Barbarito Diez estuvo en el Paradero de Camarones. En uno de los capítulos de
Atlántida queda recogido el suceso. Julio Romero. Narra aquí la segunda visita de el Rey del Danzón a nuestro pueblo y de su encuentro con la cocina de Machín. Gracias a esta labor de Julito el médico, seguimos salvando del olvido a personajes y hechos de nuestro pueblo. Ya espero sus evocaciones como como esperaba, junto al radio, un nuevo capítulo de Guatibó.

Por Julio Romero

Machín Romero, mi padre, además de purgador de azúcar en el central Hormiguero (luego Espartaco), ejercía el multioficios en tiempo muerto. Era el pintor del pueblo. Cualquier casa oscura resplandecía como la plata después de la lechada de cal que él les daba. También pescaba en arroyos y presas. 
Un viernes santo, Dorotea (la madre de Evelio, Luzbel y Mercedes Cabrera), se lamentaba de no tener pescado para ese día de abstinencia. Machín le llevó unas suculentas biajacas que la hicieron muy feliz. Era experto en empanadas, croquetas, casquitos y mermelada de guayaba. 
Lo mejor que mejor que se le daba era la cocina. Recuerdo que fue ayudante de Pancho, el maestro de la fonda de Hormiguero. Era un negro alto y robusto que usaba un elevado sombrero blanco de cocinero y un sempiterno tabaco en la boca. Un día, siendo un niño de ocho años, Machín me llevó a la fonda. 
—Macho, ¿quieres un bistec? —me preguntó.
Acto seguido tiró sobre la plancha caliente del fogón un enorme bistec de alfileres, le dio la vuelta y me lo sirvió con cebollas doradas en una fuente que tenía grabado el logotipo de la fonda. Me quedé azorado ante la magnitud de aquella carne que no pude comer completa.
De tal maestro, tal alumno. Machín cocinaba tan rico que siempre lo llamaban para que asara los puercos a la brasa en todas las festividades, especialmente en las fiestas de quince. Pero lo que más le gustaba cocinar era el chivo. Sus chilindrones tenían fama en todo el vecindario.
Los viernes de fin de mes, cuando cobraba, a eso de las tres de la tarde, siempre me pedía que lo acompañara a buscar un chivo. Cogíamos una máquina de alquiler en la Esquina, que casi siempre era la de Felo el Mulo. Nos bajábamos en Marsellán, un caserío que quedaba antes de llegar a San Fernando, donde sus pobladores criaban los chivos por manadas. 
Recuerdo el regateo que orquestaba mi padre con los dueños de los animales hasta que, por fin, convenido el precio, nos hacíamos con un crecido pichón de chivo. De regreso, lo colgaba de una mata de mangos y lo descueraba. Por el berrido del animal, los vecinos se enteraban de que esa tarde habría chilindrón.
Corrían los tiempos en que casi nadie en el Paradero de Camarones tenía refrigerador y lo que quedaba en aquel caldero grande, no se podía guardar. Es así que mi padre convidaba a todo el que pasaba por la calle a probar su chilindrón. Sin pensarlo y sin malicia, le estaba haciendo marketing a sus dotes como cocinero.
Me decía que el secreto del chilindrón era adobarlo bien, una hora antes de ponerlo al fuego, con especias, naranja agria, pimienta y ají picante. “Si no, Macho, no es chilindrón”, me advertía. Lo cocinaba con vino seco y puré de tomate. Casi gritaba cuando decía muy enfático: “¡Si le echas agua, lo desgracias!”.
Durante los tres días de la Fiesta de la Luz de 1965, el Paradero de Camarones, además de recibir el asfaltado de sus cuatro calles, también acogió en sus tarimas la actuación de algunas de las mejores orquestas del momento: Rey Caney, Riverside y Antonio María Romeu con su estelar cantante Barbarito Diez. 
Además, en la esquina de la escuela, pusieron a tocar al Órgano Oriental. Después de terminar su actuación, cerca de las dos de la tarde, Barbarito Diez preguntó dónde se podía almorzar. Enseguida le respondieron: “¡En casa de Machín!”.
El pequeño comedor de mi casa se inundó con los miembros de la orquesta. Mi padre se puso nervioso al ver tanta gente famosa, pero los atendió a cuerpo de rey. Al final, Barbarito lo abrazó y le dijo que había sido el chilindrón más sabroso que se había comido en su vida.
¡Qué gran honor! En aquel abrazo se habían unido dos estrellas. La voz de oro del danzón y el más grande cocinero del Paradero de Camarones. Por eso digo que lo bueno siempre es bueno. Lo demás, bobería.