Ese caserón, que parece un barco hundido al final de una tormenta, fue una de las estaciones de trenes más lindas de mi provincia. Todavía a finales del siglo pasado, hace unos 20 ó 25 años, conservaba su antigua elegancia. Todos los días por mi pueblo pasaba un tren que iba a morir a ese andén.
Todas las tardes mi abuelo Aurelio, después de bañarnos con el agua helada del pozo, nos poníamos unas camisas de corduroy que nos había hecho mi abuela Atlántida, y nos sentábamos en el andén a leer. Mientras él leía las memorias del Zhúkov, yo andaba por los mares de Malasia junto a Sandokán.
Cuando la tarde caía, el bombillo de 100 watts del andén no era suficiente para su vista cansada. Entonces cerrábamos los libros y él empezaba a hacerme viejas historias de los ferrocarriles. Para mí, era como seguir leyendo. Así fue que conocí el pasado de la estación de Santo Domingo.
Una vez, mientras Aurelio trabajaba allí de jefe de estación suplente, en su patio explotó una locomotora de vapor (son como las ollas de presión, cuando se quedan si agua, vuelan por los aires). “Los trenes que venían de La Habana entraban de frente —me decía—. Los de Santiago, retrocediendo”.
Conservo un boletín de un viaje que hice a Santo Domingo (en la pequeña librería del pueblo se conseguían ejemplares imposibles en Cienfuegos, Santa Clara o La Habana). Iba y volvía en el mismo tren, el último mixto que circuló en Cuba (un tren regular de carga y pasajeros).
Como la estación era solo una de las habitaciones de mi casa, yo mismo rellenaba el boleto. Esa es mi letra. El sello que tiene al dorso dice que el viaje fue el 21 de noviembre de 1991. Entonces ni imaginaba que, 9 años después, llegaría a un Santo Domingo donde ya no habría trenes de regreso.
Como un barco hundido, al final de una tormenta, encallaría para siempre aquí.
1 comentario:
Excelente! Aún recuerdos un carnaval al que fui con amigos, un viaje mágico donde completé Cienfuegos, Cumanayagua y Trinidad. El centro de la Isla y su hospitalidad increible.
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