Hace unos meses, mi hija Ana Rosario estaba asistiendo a una autoescuela en Madrid y me pidió un consejo. ¿También aprendo a conducir coches mecánicos o solo automáticos?, me preguntó. Insistir en tener un carro mecánico hoy, le respondí, es como empecinarse en oír música en casetes.
Pocas horas después, mientras conducía desde Madrid hasta Calella de Palafrugell, me arrepentí de haberle dicho lo que le dije. El Mercedes automático que habíamos alquilado, no distinguía las cuestas de las llanuras en los campos de Castilla. Sonaba de una manera uniforme, casi imperceptible.
Entonces recordé la música de los motores de mi infancia y la elegancia con la que mi padre movía los pies entre el acelerador y el clutch. Ir de Manicaragua a Santa Clara, en la guagua de Pepe Mantrana, se convertía en un paseo por las nubes. Uno acababa ignorando todas las precariedades del trayecto.
Aquel tareco, con nombre de pantano y tripas soviéticas, subía la Loma del Sitio como si estuviera escalando los Pirineos. Todo le sonaba, hasta los remaches, pero su movimiento era constante, decidido. La maestría del chofer salvaba todas las carencias de la máquina.
Nunca he tenido un carro mecánico, jamás pude poner en práctica las lecciones de mi padre. Mi Jeep, que se llama Serafín, como él, sube la Cordillera Central dominicana como si anduviera por la llanura de Matanzas, sin hacer el más mínimo esfuerzo. A veces le echo de menos a las exigencias del Dodge de Papi.
Le respondí mal a Ana Rosario. Los que insisten hoy en tener un carro mecánico son como los que se empecinan en oír música en discos de vinilo. Defienden una poesía que inevitablemente se extinguirá. Ahora me gustaría que sea como su abuelo, que tenga la misma elegancia a la hora de mover los pies entre el acelerador y el clutch.
No hay comentarios:
Publicar un comentario