Ese hombre borroso, a punto de desaparecer para siempre, es mi tío Adalio Mosteiro Góngora. Era el hermano preferido de mi abuela Atlántida. Cada vez que los vi encontrarse, se abrazaron llorando. Hundían sus cabeza en el hombro del otro, sin poder contener el llanto.
“Nunca verás a dos hermanos que se quieran tanto”, me decía mi abuelo Aurelio para explicarme aquel vínculo irrompible. Se habían criado en lo más alto del Escambray, no lejos de Cuatro Vientos. Allí su padre José Mosteiro tenía un cafetal y una casa que en las noches se llenaba de nubes.
Cuando María Góngora, su madre, murió del parto de Nellina, los hermanos fueron separados. Adalio fue enviado a casa de unos parientes en Trinidad, donde vivió el resto de su vida. Mi abuela Atlántida se fue a vivir con Herminia, su hermana mayor, que estaba casada con un hijo del arquitecto Pablo Donato.
Adalio y Atlántida siempre se las arreglaron para verse al menos dos veces al año. En cada uno de esos encuentros, remendaban la infancia que se les había roto de pronto. En los años 80, cuando le cayeron a martillazos al Muro de Berlín y Cuba se vino abajo, Trinidad y el Paradero de Camarones quedaron mucho más lejos.
Los dos, casi al mismo tiempo, enfermaron de Alzheimer. Entonces yo me convertí en Adalio y mi hija Ana Rosario, en Nellina. Aunque mi abuela lo olvidó casi todo, hasta el final retuvo el nombre de su hermano, por quien se preocupaba todo el tiempo.
Uno de mis amigos de la infancia se llama Adalio Piz. Mi abuela le pidió a Olga y Anelio, sus padres, que lo llamaran así y ellos la complacieron. Por la ventana de la cocina de la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones se distinguía el Escambray.
Cuando en las tardes el cielo se ponía negro, Atlántida fijaba su mirada en aquellas lomas. “Miren el agua que va a caer y Adalio no acaba de llegar”, decía con tristeza. Luego se daba la vuelta y al verme, abría los brazos feliz. “¡Al fin llegaste!”, exclamaba mientras hundía su cabeza en mi hombro, enternecida en llanto.
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