27 febrero 2020

La caja fuerte

La habitación de mis abuelos tenía cuatro puertas. Una daba al comedor, otra a la saleta, otra a mi habitación y la última, que era la única que permanecía cerrada, a la oficina del jefe de estación, el salón de espera y el cuarto de expreso. De niño, ese fue mi pasadizo secreto. 
Durante las horas que la estación estaba cerrada al público, me encerraba solo en el mundo de mi abuelo. Después de hacer las tareas en su mesa, me ponía a revisar los armarios y las vitrinas. Aurelio Yero era un hombre sumamente organizado y meticuloso. Por eso conservaba antiguos itinerarios y reglamentos.
Me pasaba horas hojeando aquellos libros. Seguía los recorridos de los trenes que circularon en el pasado, comprobaba sus cruces y combinaciones, jugaba a controlar sus movimientos simulando atrasos y desvíos. Siempre que mi abuelo me sorprendía, comprobaba mis conocimientos con las preguntas más difíciles.
En toda la estación solo había una cosa que yo no podía tocar: la caja fuerte. Allí se guardaba el dinero (de los boletines y el expreso) y los documentos contables. Lo vi pasarse días enteros de mal humor porque alguna cuenta no le cuadraba. Aunque las diferencias eran apenas de dos o tres centavos, gruñía.
Cuando Aurelio se jubiló, la estación permaneció cerrada por varios años. Durante ese tiempo, solo yo entraba y salía por el pasadizo secreto. Un día, mientras me contaba la historia de un tren que estuvo a punto de chocar, se llevó la mano al cinto y zafó el mazo de llaves que siempre llevaba colgado de él.
—Ve a la caja fuerte y tráeme un sobre amarillo —me dijo—. Ahí tengo guardada esa vía.
Puedo reconstruir lo que ocurrió de ahí en adelante segundo a segundo. Nunca antes me había sentido tan útil ni tan importante. Abrí la puerta del pasadizo secreto como si fuera a una misión de vida o muerte. Contuve la respiración mientras introducía la llave, accionaba la manigueta y abría la pesada puerta.
En la oficina de Alfie Solomons, el líder de la pandilla judía de Peaky Blinders, hay una caja fuerte idéntica a la de la estación del Paradero de Camarones. Cuando la descubrí, tuve que poner el capítulo en pausa. Volví al día en que mi abuelo por fin me permitió abrir aquel mundo a prueba de incendios.
—¿Qué pasa? —Me gritó Aurelio—. ¿No puedes abrirla?
Ni siquiera le respondí. Delante de mí tenía sobres lacrados, sellos, documentos en hojas de diferentes colores, comprobantes de pago de los Odd Fellows… ¡Los últimos secretos que la estación me había guardado! Nunca volví a ser el mismo después de ese día. El pasadizo secreto tampoco.

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