Ya no recuerda mi nombre, aunque todos los días me besa como si lo estuviera diciendo. Su mundo sigue vivo, pero muchos años atrás, tantos, que yo todavía no he nacido. Esa es la razón por la que no sabe cómo llamarme ni aparezco en ninguna de sus conversaciones.
Habla muchísimo, todo el tiempo, pero con Papá (mi abuelo Aurelio), Mamá (mi abuela Atlántida), Cary, Titita y Aldo (sus hermanos). Hay momentos en que aparece Lucy (la sobrina mayor). A veces vive en el Paradero de Camarones, otras en San Fernando de Camarones, San Andrés o San Juan de los Yeras.
Todas esas casas fueron estaciones en las que mi abuelo llegó a ser nombrado como jefe y la familia tuvo que mudarse con él. Por eso ahora sus recuerdos están llenos de andenes, viajeros y trenes a punto de llegar o de irse. El reloj de nuestro comedor le sirve para mantenerse pendiente de los itinerarios.
Si hay flan, me pregunta si Papá ya comió. Si hacemos torrejas, las prueba, cierra los ojos y asegura que esas son las más ricas del mundo, porque nadie las sabe hacer como Mamá. Cuando le pongo delante un pedazo de tortilla de papas, mide su grosor: “¡Casi tres dedos y cocinadita por dentro, esa galleguita es la mejor!”.
Durante mucho tiempo creí que era preferible estar muerto a seguir vivo con Alzheimer. Ahora no pienso igual. Yo no solo tengo los besos de mi madre. Gracias a ella, también me paso todo el día rodeado de mis abuelos, mis tíos y del mundo que ellos vivieron antes de que yo naciera.
Todas las noches me pregunta cuándo me voy a pasar unos días con ella en Camarones. Ayer, después de darle muchos besos, le dije que ya estábamos en Camarones. Abrió los ojos, miró bien cada detalle de la casa y sonrió. “¡Es verdad! —Me dijo—. ¡Qué cabeza la mía!”.
1 comentario:
genial
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