Daniel Peña fue uno de los mejores amigos de mi padre. Vivía en Veguitas, junto al río Jibacoa, a unos cien metros de la carretera de Manicaragua a Topes de Collantes. En su secadero de café filmaron uno de los tiroteos de Río Negro (Manuel Pérez, 1977). Allí, frente a las balas, mi vida cambió para siempre.
Mi padre me levantó a las cinco de la mañana. “¿Quieres ver cómo se hacen las películas?" —me preguntó mientras me alcanzaba un jarro con leche caliente. Aunque ya tenía 10 años, el cine para mí era todavía un misterio sin descifrar. Cuando llegamos, la casa estaba llena de artistas que salían en la televisión.
Sergio Corrieri, que era amigo de mi padre (solían ir a pescar juntos al lago Hanabanilla), me llevó hasta Mario Balmaseda. “Juan Quin Quin —le dijo—, Camilito te quiere conocer”. No me hizo mucho caso porque estaba concentrado en lo que leía. Solo me miró, sonrió y me pasó la mano por la cabeza.
Parece insignificante, pero para el niño aquel fue algo que se proyectó una y otra vez en la pantalla de su memoria emotiva. Hubo que repetir la escena dos veces. La primera toma fue un desastre. Desde que sonó el primer disparo, los espectadores armamos tremenda algarabía.
—¡Corten! —Gritó el director cuando Sergio Corrieri acabó de llorar sobre Ignacio Valdés Sigler, quien hacía de su padre en la película y yacía sobre el suelo, bañado en sangre.
Tarde en la noche, en la larga pendiente de la Loma del Sijú, mi padre me despertó para que viera las luces de Manicaragua. Allá abajo, el pequeño pueblo resplandecía como si fuera una gran ciudad. Desde la terraza de la cabaña de la Loma de Thoreau se ven las luces de Jarabaoca.
Eso me hace recordar el viaje de regreso de aquel día inolvidable en la casa de Daniel Peña. Mi padre quería que yo viera cómo se hacían las películas, pero acabó regalándome una experiencia que me cambió la vida. Nunca más volví a conformarme con la realidad.
Poco después escribí mi primer cuento. Era una balacera horrible donde morían todos los malos y los buenos, al final, bajaban por un camino donde se veían las luces del pueblo a lo lejos.
A menudo pongo Río Negro y avanzo hasta la escena del secadero. Me busco del otro lado de la cámara, eufórico, con la mano de mi padre apretándome la boca para que no vuelva a gritar.
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