Perdonen si desentono con la crisis de entusiasmo colectiva, pero tengo la necesidad de ser honesto. Esperé por ella durante semanas y le dediqué la tarde del domingo (es una costumbre con la que cargo desde mi adolescencia, por culpa de una tanda de dos películas que nos ponían a esa hora en la Cuba de entonces).
Ya es tan difícil dar con una película que no sea de entretenimiento, que nos venden el aburrimiento como arte. Roma, el filme de Alonso Cuarón que ha producido Netflix, hubiera sido buena si fuera italiana y estuviera hecha en los años 60. A la altura de 2018 resulta inmetible.
Ya nadie (y mucho menos un cineasta) puede darse el lujo de no contar nada en 30 minutos. En el minuto 35 de Roma todavía no ha pasado nada. Es cierto que la fotografía y los escenarios consiguen una reconstrucción de la época deslumbrante.
Pero como todo está contado a un ritmo aún más lento que el de la vida real, uno acaba hastiándose. Conocí a la colonia Roma por la literatura, en Las batallas del desierto, la fascinante novela de José Emilio Pacheco. Debe ser por eso que Cuarón tuvo conmigo tan pocas oportunidades.
Después de la decepción, el agobio y el hastío, la mayor enseñanza que me llevo de esta película es que los perros en México cagan más que en ninguna otra parte del mundo.
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