Cuando
era pequeño solo me comía el bistec si era del día anterior. Mi madre, después
de intentarlo de todas las formas posibles, se dio por vencida. Me lo guardaba
en una vieja cantina que había sido de mi abuelo, de la época en que trabajaba
como jefe de estación relevante.
Eran
tiempos de mucha escasez y, para que yo pudiera comer carne, mi padre corría el
riesgo de ir a la cárcel. Se la compraba a matarifes clandestinos en las lomas
del Escambray. La bajaba al pueblo escondida en la goma de repuesto de su viejo
camión Dodge.
Entonces
mis padres aún no se habían divorciado y vivíamos en Manicaragua. Para poder freírme
el bistec, mi madre esperaba a que los vecinos estuvieran para el trabajo o
dormidos. Luego lo calentaba con el mismo sigilo. “Qué trabajo me dabas, mijo”,
solía reclamarme cada vez que contaba aquello.
Entonces
yo tenía 4 años y ella 34. Ahora, que tengo 50 y ella 80, ha llegado el momento
de que sea yo quien pase trabajo. Además de los achaques de la edad, tiene párkinson
y demencia senil. A veces solo me reconoce a mí. Todos los días, a la hora del
almuerzo, tengo que insistirle mucho para que se coma la carne.
Diana
se fue de viaje hoy, por eso ayer hicimos una de nuestras comidas favoritas:
congrí, bistec a la plancha y ensalada de tomates y aguacate. Como mi madre y yo
estamos solos, se calentó lo que sobró de ayer. Cuando acabé de picarle el
bistec, tal como me lo hacía ella, me miró feliz.
—Bistec
del día anterior —me dijo—, ¡qué rico!
Aunque
sé que sus recuerdos son mínimos y rara vez da con ellos, su frase me sonó a
venganza, a una dulce y hermosísima venganza que primero me sacó una sonrisa y
después —no les voy a mentir— las lágrimas.
1 comentario:
A mí también me sacó las lágrimas, me recordó tantas cosas! Llevo el día volcada en tu blog, reencontré a Renay, a Cremata... y no me he ganado un duro de mi sueldo del día de hoy...
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